América
Abrazados a la derrota
La imagen era triste. El hincha del Cruz azul, ese soldado anónimo, armó un montoncito con todas las camisetas que había comprado, quién sabe si alguna fue un regalo de sus amigos o su novia, y sin más las prendió fuego. Al tiempo que las llamas aumentaban, el hincha insultaba a sus jugadores; les recriminaba la falta de actitud y a la vez hacía un anuncio, una confesión a la cámara del celular que lo estaba filmando que posiblemente sería muy difícil de escuchar en otro país, en otra cultura futbolística que no sea la mexicana: “Hoy 16 de septiembre de 2016 chinguen a su puta madre Cruz azul”, un renunciamiento que se propagaría por Whatsapp más rápido que el famoso negro.
Tan pronto como el video se viralizó, otros hinchas de Cruz azul mostraban orgullosos la extraña mutación que habían sufrido. Posaban para la foto con otra camiseta, con la esperanza de que un nuevo amor les haga olvidar las desventuras vividas con los cementeros, el equipo que nació grande y que con cada frustración se empequeñecía como Benjamin Button, pero en fútbol.
¿Pero qué había pasado ese día? O mejor dicho, ¿qué fue que pasó el día anterior para que una avalancha de dolor y frustración se volcara a las redes sociales para beneplácito de sus rivales y la prensa, siempre atenta a trabajar sobre las lágrimas derramadas?
El Cruz azul jugó el clásico joven frente al América. El rival más odiado. Los dos equipos de la capital mexicana, al igual que los Pumas de la Universidad Autónoma de México (a los otros equipos que eran del Distrito Federal, el sistema se encargó de expulsarlos o hacerlos desaparecer) y junto con las Chivas de Guadalajara, juegan el póker de los 4 grandes de México. Los azules en realidad fueron los últimos que se sumaron a la mesa, ya que la institución fue fundada en 1927, por la compañía “La Cruz Azul” en un pequeño pueblo del estado de Hidalgo, pero recién a mediados de los 60 pudo dar el salto a primera para en el año 70 mudarse a la ciudad de México y vivir, a partir de allí, su década más gloriosa.
Por eso lo del clásico joven, ese que acababan de perder de forma increíble. El Cruz azul lo ganaba 3-0 hasta el minuto 53 cuando el descuento hizo ilusionar a las águilas del América. En el minuto 89 el partido estaba 3-2 y en lo que dura un viento el América hizo dos goles y le robó el clásico jugado en el estadio Azul.
Al otro día los diarios amanecían demasiado jocosos. Con una saña no muy común en contra del derrotado. Publicando afiches burlándose de todo lo azul. Todo parecía demasiado exagerado, lo de los medios y lo de los hinchas, mucho más teniendo en cuenta que el partido no definía nada. Pero el Cruz Azul tiene una historia negra. Un bagaje que pesa más que 4 estadios. Un karma que nació hace 19 años, que son los años en los que no pudo lograr salir campeón, pero que crece tumoroso y lo corroe desde las entrañas. Una historia de auto boicot y una capacidad para las frustraciones increíble, que hasta parece enamorado del fracaso.
Lo de Cruz azul es una cuestión de formas y no de fondo. No será ni el primer ni el último equipo en el mundo en no poder dar una vuelta olímpica en dos décadas siendo considerado un grande. Ejemplos existen por montones en el lugar del globo donde se ponga el dedo, pero difícilmente encontremos el afán por la derrota que tiene el Cruz Azul. Ni siquiera sirvió el título alcanzado en la Liga de Campeones de la Concacaf en 2014 para redimir su desgracia.
En esos casi 20 años sin títulos locales -el último fue en el torneo de invierno 1997 de la mano de Carlos Hermosillo- el equipo llegó a 5 finales y la imagen siempre fue la misma. Cabeza entre las manos, ojos mirando al cielo y noches de pesadillas sin fin.
La saga fatídica
El derrotero, nunca mejor dicho que en este caso, comenzó con su final perdida en 1999. Un gol de oro de Alejandro Glaría marcó la muerte súbita del Cruz azul. Demasiado súbita. Iban apenas 120 segundos y se terminó todo. Pero nadie en el estadio en ese momento, y a pesar del dolor, podía imaginar lo que vendría porque la final perdida de la Copa Libertadores funcionó como placebo a pesar de la derrota. Insufló el orgullo y el horizonte no pintaba tan mal. Habían dado vuelta la serie y conseguido ganar en la Bombonera. Tenían un buen equipo y el título estaba al caer. Después de todo ¿quién no perdió alguna vez una final en tiempo extra o por penales?
Si hasta ese entonces la máquina cementera venía a los tumbos, en 2008 definitivamente se jodió. Perdieron la final del Apertura de ese año contra el Santos Laguna y llegaban a la del Clausura frente a Toluca con presión y preocupación. El estigma comenzaba a aparecer y las piernas a temblar. Cruz azul cayó 2-0 en el partido de ida de la final en su estadio y arribaba al Nemesio Diez en busca de algo memorable. Con el gol de Julio César Domínguez faltando 12 minutos para que termine el partido y como pasa en las películas con final feliz, el Cruz azul empardaba la serie para llegar a los penales con la inercia de los caballos que ganan con la punta del hocico. El trabajo estaba casi todo hecho y sólo había que certificarlo a 11 metros del arco.
Se patearon muchos penales y todos se convirtieron. En el séptimo de Toluca, Miguel Almazán, un defensor poco dúctil que había entrado en el minuto 70 del partido, se paró demasiado recto a la pelota. Cuando la encaró no se perfiló y le dio como cuando un niño enojado quiere patear a su padre. La pelota pegó en el travesaño y tenía el destino inexorable del infinito, pero pegó en la espalda del arquero Yosgart Gutiérrez y se metió. A partir de ese hecho el pleito estaba juzgado. Era obvio que no se podía hacer mas nada así que Alejandro Vela le entregó una pelota mansa a Hernán Cristante para que se convirtiera en el héroe de la tarde y se hable de la hazaña de él y no del fracaso de ellos.
Un año más tarde el verdugo fue Monterrey en otra serie final de libro. Al término del primer tiempo del juego de ida en el estadio de los rayados, Cruz azul ganaba 3-1. Solo había que aguantar, esperar a que pase el tiempo, atacar, defender, hacer algo que los celestes no hicieron. Algo distinto a lo de siempre. Ese partido finalizó 3-4 y en la vuelta no hubo rebeldía ni siquiera para hacer un gol en su propio estadio.
El famoso elefante hacía rato que meaba en las inmediaciones del estadio azul y el pájaro de mal agüero sobrevolaba las cabezas de los jugadores ante cada final que se acercaba. En el año 2010, el Cruz Azul llegó a la final de la Liga de Campeones de Concacaf y le ganó en la ida a Pachuca 2-1. El gol de Damián Álvarez de visitante podía complicar las cosas en el partido de vuelta y por eso el Cruz Azul salió cauto. Jugó bien y los tuzos casi no patearon al arco hasta el minuto 81 que tuvieron la primera aproximación.
En el minuto 92, el juego seguía sin goles y el comentarista de la cadena ESPN, en su afán de llevar emoción a los televidentes, intentaba describir las sensaciones que se vivían en el estadio: “Hay lágrimas en los hinchas del Cruz azul. Están muy cerca”; pero 20 segundos después y cuando los televidentes estaban empapados de llanto de emoción por sus palabras, un descorazonado Edgar Benítez agarró de espaldas una pelota en la puerta del área. La levantó de zurda para acomodarla un poquito mientras de fondo se escuchaba el grito de la hinchada festejando por fin la victoria: “Olé, olé, olé, olé…azul…azul”. Hizo una feroz media vuelta y con la misma zurda la clavó impiadosamente contra un palo. Palo y a la bolsa. Tercera final perdida en un año y medio para los celestes y la tristeza no tiene fin.
A esa altura ganar un título era una utopía para el Cruz Azul. ¿Cómo se hace?, ¿qué nos pasa?, ¿cuál es el camino?, ¿dónde está el manual de cómo se gana un título?, ¿en cuál cajón de qué oficina quedó guardado y olvidado?
La increíble historia dentro de la historia
Existe la trillada frase “los partidos no se terminan hasta que se terminan”, y mucho más las finales. Y si las juega Cruz Azul habría que revisar bien la reiteración en la televisión porque con ellos todo puede pasar.
Por eso, en esa tarde de 2013 que se jugaba el segundo partido de la final del torneo Clausura en el estadio Azteca, ninguno de los hinchas celestes esperaba nada. Ni siquiera la victoria conseguida una semana antes en casa por la mínima suponía una gran ilusión aunque sí, era una oportunidad única de redimirse y todos los hinchas esperaban ese momento con más necesidad que ansias.
Del otro lado, las poderosas águilas del América en su propio nido. El monumento gigante hacía que todo pareciera más difícil; pero la gesta sería aún mayor. Era ese el partido de la historia para un equipo que debía, más por obligación que por deseo, apostar todo a ganador. Como un pobre queriéndose salvar en un casino en Las Vegas. Un pleno, o a vivir como un paria.
De entrada y con la ventaja en su poder todo parecía funcionar. Las estadísticas desde los bancos decían que Memo Vázquez, el director técnico de la máquina cementera, nunca había perdido una final y por el contrario, Miguel Herrera del lado de enfrente, nunca había podido ganar un partido definitorio. Por fin en la Noria, donde se encuentra la sede del Cruz Azul, todo estaba bajo control. Hasta los detalles más puntillosos buscaban cazar al fantasma que hacía años rondaba por ahí.
Pero los fantasmas no existen. Lo que existe es un una rara mezcla inexplicable de fatalidad y capacidad para arruinarlo todo cuando es más fácil el éxito que el fracaso. Algo que pasará por la mente, por el bagaje de viejas heridas. Malos recuerdos que pesan mil toneladas quizás o vaya uno a saber qué cuestión que ni un congreso de psicólogos puede explicar. Porque el Cruz Azul tenía todo para ganarlo a los 13 minutos cuando Jesús Molina, defensor del América, se fue mal expulsado por un crimen que apenas había cometido.
Porque a los 20′ Teófilo Gutiérrez pivoteó a 60 metros del arco y, tras la devolución, corrió más que nunca en su vida para acomodarla y dormirla ahí abajo, en el lateral de la red, ahí donde ni la luz llega. Toda la clase que tiene el colombiano parecía acercar al Cruz Azul para pasar de mendigo a millonario.
Llovía. Llovía mucho en serio esa tarde. Y la lluvia siempre, o casi siempre, es un escenario fundamental para enmarcar las tardes de gloria. Todos los que estaban vestidos de azul en ese momento se imaginaban la foto. Ese fragmento temporal de manos empapadas en el aire levantando la copa mojada. Todo agua y barro, y arriba el oro.
Por algo existen las frases hechas y no hay que desestimarlas por más que estén más escuchadas que “Satisfaction”. Es lo que hizo José Marmolejo, que no recordó que los partidos duran 90 minutos. Marmolejo era el orfebre encargado de grabar el nombre del campeón en la copa y en el minuto 88 con 15 segundos, cansado de empaparse con el aguacero, quiso adelantar el trabajo. Agarró el trofeo con la mano izquierda fuerte para que no se le resbale y comenzó haciendo una C. Cuando iba por la mitad de la letra levantó la vista y vio como Aquivaldo Mosquera saltaba más que todos para empatar el partido.
Mucho no se preocupó. Al partido no le quedaba más que un minuto que se consumiría en el camino entre el arco y el medio. A lo sumo 3 o 4 más en los que el Cruz Azul no debería tener problemas en reventarla a las enormes tribunas del coloso, así que culminó su obra y la letra C quedó opaca bajo el relieve del metal brillante de la Copa. Pero todo, todo absolutamente todo puede salir mal un día y el escenario, el marco ideal para una noche gloriosa se puede volver en contra en un suspiro y aparecer los fantasmas, los elefantes y toda la mala fortuna en el mismo lugar en el mismo instante.
Un córner en contra en el minuto dos de los tres que dio de compensación el árbitro. Un arquero que fue a cabecear y las 100 mil respiraciones contenidas. Una pelota que voló alto y dos defensores que se chocaron para sacarla. La pelota se iba por el lateral pero un tipo vestido de amarillo la rescató para volver a meter el balón otra vez en el área. Rebotes y más rebotes y Moisés Muños, el arquero del América seguía ahí. Otro córner. Solo segundos. Nada, menos de 30. Para colmo la pelota salió fea desde la esquina y Muños, sí el arquero, cabeceó peor. De la manera más amorfa posible. Jesús Corona, el otro arquero, la iba a embolsar para así terminar con todo; pero el libro del Cruz azul siempre tiene un asterisco, una nota a pie de página que dice que un defensor, Alejandro Castro, se tiró y descolocó a Corona para que sea gol.
Ni siquiera se sacó del medio. Hubo un tiempo extra y también penales. Cruz Azul falló los primeros dos. Alejandro Castro en el segundo penal puso el pie muy pegado a la pelota, se resbaló y su remate se fue por arriba del travesaño. América no falló ninguno.
Al otro día José Marmolejo se ofreció a las autoridades del América para corregir el error. La C de Cruz Azul quedaba fea y evidente en la copa entre la M y la E del club ganador, pero los directivos se negaron. Prefirieron que quede así; y ahora está en una vitrina en las instalaciones que tiene el equipo en Coapa para que todos sepan que los partidos se terminan cuando el árbitro hace sonar el silbato.
El frustrazul
El Cruz azul quedó hecho un estropajo de lamentos y autocompasión luego de la seguidilla de terror de finales perdidas. Un equipo que a duras penas se mantiene en pie. Hace seis torneos que no logra acceder a una liguilla, esa para la cual se clasifican los ocho mejores equipos del campeonato, y comienza a asomarse al abismo.
Las malas políticas de compra de jugadores y el cambio constante de entrenadores sin una idea de hacia dónde apuntar la proa agravan la situación y el barco hace agua por todos lados. Para colmo, ya se anunció que a partir de 2018 el dueño del Estadio Azul (no tiene estadio propio) no va alquilar mas el inmueble que pasará a demolición para la construcción de un centro comercial en una de las zonas que más crece de la ciudad. El Cruz azul se quedará sin estadio y se queda también sin gente. Un estudio que dio a conocer el diario deportivo Récord, el más popular de México, muestra que cada vez menos gente “le va al Cruz Azul” y sus aficionados se pasan sin complejo alguno a otros equipos. Mucho menos los niños, que no quieren ser la burla de sus compañeros de escuela con el sinfín de afiches que aparecen en internet cada vez que pierde el equipo.
Pero ese no es el peor de los legados que dejaron las derrotas. Es que la semántica se rompe la cabeza intentando explicar un nuevo verbo nacido después de ese día y utilizado de forma coloquial en cualquier lugar del país que se esté. Todo el mundo en México, venga de la rama del arte, las ciencias, del trabajo precarizado o experto en filología, sabe qué significa Cruzazulear. Esa palabra que se utiliza para explicar un fracaso inexplicable, esa persona o institución que teniéndolo todo para conseguir su objetivo termina arruinándolo sin explicación alguna de la forma más ridículamente estúpida posible.
Es tan cruel y a la vez tan naturalizado el término que hasta tapas de diarios se hicieron. Periodistas eruditos y reconocidos la nombran sin adjudicarse un atentado lingüístico. Si hasta se pensó en que la Real Academia Española la aceptara como un mexicanismo idiomático, aunque más tarde se dio marcha atrás al asunto para no herir susceptibilidades sin saber que el Cruz azul está herido hace rato, y en lugar de lamerse esas heridas sigue clavándose puñales.
- AUTOR
- Horacio Ojeda
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