Copas europeas
Arco o nada: El Hombre que no podía equivocarse
En la porción de vida de Luis Miguel Arconada que vamos a abarcar en el escrito, los segundos que corren en este plató nos llevan desde el saborear la consagración hasta sentir el más inmundo barro peinar sus labios. El mundo se tornó un gris escenario donde el insoportable ruido de la tragedia aproximándose se consumó en el repiqueteo del balón sobrepasando la línea defendida por este sujeto. Un error suyo había costado un gol. En una final de Eurocopa.
No deberíamos caer en moralinas simplistas alegando que un burdo gol es algo incomparable con el tamaño de una “verdadera” tragedia. Qué inútil el que compare una enfermedad, una pérdida, un abandono o una decepción irremediable, con un pequeño blooper. Y sin embargo, ¿quién puede negar que para Luis Arconada aquel gol fue una tragedia, que desnudó su vulnerabilidad arrojándolo de lleno en lo peor que puede hacer el último hombre –el arquero-: fallar. No puede fallar. Porque el delantero que yerra un gol puede ser reconocido en un aplauso por su intento. Y podrá compensar sus fallas al llenarse la boca de gol y reivindicar a su persona. Pero para el portero, las atajadas son meros aplausos y los errores son lo más cercano a la condena de un preso. Como dice un amigo, lo bueno es escrito en lápiz, borrable con goma. Y lo fatídico, se redacta en tinta permanente. Tatuajes que no queremos observar.
El 27 de junio de 1984, el último partido de la Eurocopa de Francia buscaba un campeón en su finalísima. De un lado, los locales iluminados por Michel Platini. Sus rivales, España, con players de la talla de José Antonio Camacho, Juan Muñoz y Santillana. Pero quien se había mostrado como símbolo y figura de aquella escuadra ibérica, era el arquero, Arconada. Vasco, peinador del casi metro-ochenta, de figura pintona, brazos largos, cuello de venas hinchadas y mirada de piedra. Amo y señor en la Real Sociedad. Sus atajadas habían allanado el camino al partido cúlmine tras una tanda de penales ante Dinamarca. Aquella tarde-noche de junio era una buena chance de pasar a la inmortalidad sosteniendo la valla del potencial campeón del torneo. Lo que era un partido aguerrido y parejo mutaría en los primeros minutos del complemento. Tiro libre al borde del área para Francia. Platini acomoda el balón, y se dispone a lanzarlo.
La redonda se dirigió al palo de Arconada. Éste, habido de reflejos, atenuó a arrojarse hacia el piso y poner sus brazos delgados en posición de embolse. Algún atacante amigo habrá pensado, en esos ínfimos segundos, que de salir rápido el portero, se podría iniciar un interesante contraataque. Arconada, que había parado balones monumentalmente más difíciles que ese suave remate de Platini, no podía fallarle a la bola. Era todo tan sencillo. Hasta para él mismo, seguramente, que no pudo creer cuando la pelota botó entre sus manos, se coló por debajo de su torso y, haciendo efecto impulsador con su costilla izquierda, empujó el esférico hacia su arco. Despacito, casi escapándose con el último aliento de la punta de sus dedos, el balón se coló hacia el más allá de la línea de gol.
Unos segundos de silencio ensordecieron al estadio parisino. Por un lado, la jugada fue tan lenta que el festejo de gol fue atragantado, recién habilitado cuando el vencido portero se resignó a olfatear el pasto como último signo de resistencia. Pero también coexistía esa sensación tan extraña que percibimos al ver caer a un titán. Las páginas mojadas y desteñidas de una leyenda que tropieza. Arconada escucha los gritos en francés de gol. Se reincorpora a la realidad. Eso –su error- acaba de suceder. Siente sudor frío caer por su nuca. Mientras se pone de pie, debate su existencia. Porque eso es lo que uno hace, consciente o inconscientemente, después de un error que encierra nuestra alma: ¿vale la pena afrontar la mirada de pares y extraños? Arconada se indulta. Se reconstruye. Y regresa. Malherido y confundido. Con su historia perfecta caminando coja. Pero regresa, al fin y al cabo. Asume su error. O mejor dicho, él es su error. Sus hazañas también, claro. Sus inicios y sus experiencias. Sus pasos y sus caídas. El error es suyo. Pero el error no es él. Quedó en su vida pública remediar su imagen. La de un portero. La un tipo que no puede equivocarse. La necesidad autoritaria de volver a sentir (y hacer sentir) seguridad. En un sistema donde lo dubitativo es pecado, rearmar su figura fue algo de partido tras partido. Esto no podía pasar. Pero pasó. ¿Y qué nos queda? Un ser humano intentando recapitular su existencia.
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Y qué injusto, sin embargo, lo que le sucedió a este muchacho Arconada. Un momento, ¿injusto? ¿Es injusto que algo que podía suceder, suceda? ¿Es injusto que un pifie, una vulnerabilidad quede al desnudo en el puesto más exigente y caníbal del once titular? ¿Por qué deberíamos creer que existe un guion orientando nuestra vida, llevándolo hacia el bendito y consagratorio final? Pura basura. Lo crudo –y liberador- es que la comedia y la tragedia se aproximan con pasos mudos, y cualquier decisión que tomemos en nuestro libre albedrío será ciega en su recorrido hacia lo que depare. Llueva o haya sol, si nos cortamos, sangraremos. Y habrá dolor, claro. ¡Por suerte!
Décadas más tarde al suceso, el sensacional programa de TV Informe Robinson revive, ante la mirada de un envejecido Arconada, el video de aquel episodio. El retirado golero, con sus ojos jóvenes en un rostro adulto, deduce: “No sabes cómo expresarlo. Después de haber estado durante un campeonato donde te está saliendo todo bien, nominado como mejor portero del campeonato… Y te sale esa jugada en ese momento determinado. Es una bajada. Te viene la realidad… La cruda realidad. Esto realmente ha pasado. Y ahora te toca a ti solo… Afrontar la situación”. Pero Platini aún sigue ahí, esperando a patear el tiro libre. Arconada, sobrio en su valla, reza para que todo aquello haya sido solo un mal sueño.
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- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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