Historias
Atlanta, Dubái, Ibadán
Puntos geográficos sumamente alejados uno del otro se entrecruzan durante el análisis de una jornada en que tres sujetos coinciden en un determinado espacio, desarrollando roles trascendentes entre sí. De aquel día pasan casi dos décadas y media. El trío se encuentra diseminado en diferentes puntos del globo. Caminatas desorbitadas, programas de fertilización asistida y una cena con asado al horno llevado en un táper. ¿Cómo situaciones tan ajenas entre si colisionarían? ¿De qué clase de caso estamos hablando?
El 25 de junio de 1994 el menú mundialista exhibía un interesante cotejo entre los dos punteros del Grupo D: Argentina y Nigeria. Los muchachos de Alfio Basile habían bailado 4 a 0 a Grecia en el debut. Los africanos, por su parte, despacharon con un 3-0 al seleccionado de Bulgaria. Respecto al seleccionado argentino vale la pena repasar la presencia de un Diego Maradona en reconstrucción, quien comenzaba a reencontrarse con un nivel óptimo y cuya habilidad promovía el pensamiento de que El 10 podía coronar la estadía en Estados Unidos con la obtención de la tercera copa del mundo para los albicelestes. Pero en cuanto al combinado nigeriano, ¿qué era lo que se traían entre manos?
El primer contraste fuerte entre ellos y su rival era la forma de arribo al Mundial. Mientras la Argentina debió padecer un repechaje ante Australia –post trauma del 0-5 mediante-, la Selección de Nigeria ingresó a la máxima cita al ser puntera de su difícil grupo de clasificación, hilvanando tres victorias y un empate, desplazando por debajo a Sudáfrica, Congo, Libia y Santo Tomé y Príncipe. En la siguiente fase, prevalecería por sobre Costa de Marfil y Argelia, alcanzando el pasaje a la tierra del Tío Sam.
Su buen andar en la clasificación no era la única prueba de que Nigeria era un oponente a tener en cuenta. En el mismo año del Mundial supo ser campeona de la Copa de África celebrada en Túnez, donde en siete partidos solo recibió tres goles y trepó a un título que se le negaba desde hacía trece años. Gran responsabilidad en estos resultados mantenía el entrenador Clemens Westerhof, un holandés que había dedicado los últimos años de su vida en potenciar el desarrollo físico y el poder del contragolpe del combinado que lo tenía en sus filas. Personaje extravagante y algo caricaturesco, la prensa doméstica por esos pagos solía dejar trascender que en el plantel nigeriano existían fuertes cortocircuitos entre el hombre de los Países Bajos y sus jugadores. El principal señalado era el delantero Rashidi Yekini, un rompe-redes que peinaba el metro noventa. Los grandes resultados obtenidos, sin embargo, lograban poner los residuos bajo la alfombra: Nigeria era la campeona africana y el propio Yekini había sido el goleador de aquel torneo.
En el césped, argentinos y nigerianos se vieron los rostros en un intrépido match que tuvo su bautismo de gol cuando el atacante Samson Siasia puso en ventaja a los de verde, amén de una salida en falso de Luís Islas, pero que supo quién vencería tras la remontada que el doblete de Claudio Caniggia desenvolvió: El primer tanto fue hijo de la rapidez, aprovechando un rebote corto del guardameta Peter Rufai. El restante, partió del jugar rápido una pelota parada desde los botines de Diego hacia la ubicación de CC, quien colocó la bocha en un ángulo, para deleite de propios y extraños. La Argentina fue superior ante un difícil rival y había quedado virtualmente clasificada a octavos de final. Nigeria, del lado de la derrota, sabía que debía al menos vencer al equipo griego si es que quería seguir su paso en el Mundial.
Aún con el sudor peinando en la frente y la nuca, el más solicitado de los presentes en el Foxboro Stadium de Boston era Diego Maradona. Mientras él buscaba a su familia para confraternarse en un abrazo de victoria, entre sus compañeros de equipo, algún rival que quería estrechar su mano y los cronistas que le imploraban una declaración, apareció desde un rincón un personaje que penetraría para siempre en el inconsciente colectivo argentino. Era una muchacha rubia, de unos treinta, quizás cuarenta años. Mirada seria, rostro algo cansado y pelo revoltoso y con una colita verde. Estaba envuelta en un uniforme blanco de pies a cabeza. Era la enfermera que estaba encargada de dirigir a los futbolistas sorteados al doping. Eufórico y contento por la victoria, Maradona la tomó de la mano de manera sorpresiva y tierna. La fotografía hoy es un símbolo: DM balancea sus brazos palma con palma con la nurse estadounidense. Incluso dio algunas declaraciones a algunos periodistas en campo de juego con la muchacha observándolo de atrás. En el mientras tanto, ella parece tener muchas ganas de concluir su participación en aquella cancha de fútbol para volver a su casa y descansar un poco. Sin embargo, la energética presencia de Maradona le arranca una sonrisa. Finalmente, Sue Ellen Carpenter logra sortear a una marea de sujetos para llevar al futbolista al control. El más abrupto de los finales estaba a punto de suceder.
Una vez sabida la presencia de un doping positivo en los resultados del diez argentino, la rienda suelta al pensamiento sobre la presencia de una conspiración fue moneda corriente tanto en periodistas como puertas adentro de la propia concentración del seccionado. Incluso el entrenador Basile dejo entrever que le había resultado extraño la presencia acechadora de aquella mujer una vez concluido el encuentro ante Nigeria. Rápidamente se empezó a construir un relato, un poco asistido por el trauma del adiós de Maradona, otro tanto por el vértigo de una posible persecución de los altos rangos de la FIFA para con D10s: Querían sacarlo de la Copa del Mundo a toda costa, ejecutando un plan tan perverso como urgente. Si este requería que una enfermera –cómplice- atropellara cualquier protocolo ingresando al campo de juego para domesticar a lo divino y entregarlo a manos de los villanos, entonces debería hacerse así.
Es necesario desarticular esta trama, y nada mejor que hacerlo a través del excelente libro El Último Maradona, obra de Alejandro Wall y Andrés Burgo: Cada finalización de los partidos implicaba el sorteo de un cuarteto de futbolistas a someterse al doping. Citando al autor Burgo, «Estados Unidos 94 fue el único Mundial en el que, por una particular disposición, un policía y una auxiliar –esas chicas vestidas como si trabajaran en un hospital- debían entrar a la cancha para acompañar a los futbolistas desde el campo de juego hasta la sala de control. Creer que sólo hubo ‘enfermeras’ para Maradona es un error. Y también una victimización: las hubo para los cuatro jugadores sorteados en cada uno de los partidos del torneo. Basta con chequear en YouTube el final de esos juegos.».
Sue Ellen Carpenter no era más que una casualidad, o mejor dicho una consecuencia de un requerimiento pactado en el craneamiento de USA 94’. Cualquiera de sus compañeras auxiliares pudo haber ido a buscarlo a Maradona post-partido. Incluso su presencia en el Foxboro era relativa. Así como escoltó al más grande de todos los tiempos en sus últimos momentos como jugador de la Selección Argentina, también pudo haber tenido que tratar con un mucho más insulso Vaios Karagiannis, rústico defensa griego que jugó con su país en el mismo sitio cinco días después. El helénico difícilmente la hubiera tomado de la mano cual niño juguetón, y la situación hubiera sido diseminada en lo insignificante. Pero a Sue, criada en las arcas de la Universidad de Columbia y siempre vinculada al mundo de la medicina, le tocó ir palma con palma con Diego Maradona. Y su figura pasaría a inmortalizarse en uno de los días más amargos que los argentinos recuerden.
En el pasillo rumbo al control, tres sujetos eran testigos de cómo Maradona capitalizaba toda la atención. De lejos observaban a la improvisada pareja –Diego y la enfermera- dirigiéndose hacia los testeos. Ellos eran los restantes tres jugadores que habían sido azarosamente requeridos para el control: Sergio Vázquez, Efan Ekoku y el mencionado Yekini. Del encuentro que el cuarteto –ya con Maradona incorporado y a la espera- mantuvieron en las entrañas del estadio, se han desprendido dos historias. Una graciosa, la otra polémica. La primera de ellas es real, y habla del encuentro que Maradona mantuvo con Ekoku, delantero nigeriano. En referencia a una cortada que DM tenía en su pierna a conste de un choque con el africano, Diego le disparó en tono burlón: “Vos sos un perro, un guau guau”. Ekoku, que no comprendía nada de lo que se le decía, simplemente atinó a reír. Y luego a orinar.
Por otro lado, la tensión ante la resolución de la presencia de un doping positivo en el equipo argentino hizo que las sospechas recayeran en dos sujetos: Obviamente, Maradona y Vázquez. Comenzaron a circular en posiciones marginales de los medios de comunicación la teoría de que la Asociación del Fútbol Argentino había presionado a SV para que él se hiciera responsable del ilícito. Tamaña suposición sería desmentida luego por el propio defensor. Nadie forzó a Vázquez a nada, más que ser un actor de reparto en esta historia.
Lejos de estos sucesos estaba Yekini, quien poco habló con sus tres pares y que ninguna anécdota le robó a la presencia de Maradona. En realidad, el delantero nigeriano tenía su mente en otro lado. Había discrepado fuertemente con el entrenador Westerhof en la charla del entretiempo, lo cual le hacía vacilar respecto a sus propias ganas de seguir participando en el proyecto futbolístico del holandés. En ese contexto, mundos diferentes coincidieron en los pasillos internos del estadio de Boston. Maradona, Carpenter y Yekini cruzaron miradas fugazmente para no verse nunca más en la vida, pero quedando vinculados de alguna forma en la suerte del otro. Yekini ahogó su rabia para con su DT al verse esta pospuesta por la conmoción del doping positivo del jugador argentino. Si en aquella jornada existió alguna rabieta entre el jugador y el técnico, jamás trascendió: Había espacio solo para una novedad, y era la salida de Maradona de la Copa del Mundo. Comenzó a vislumbrarse la figura de Carpenter como una “entregadora”. Su rostro de sueño y mirada algo apagada se transformó en un símbolo gris. Y Maradona coronaría la serie de sucesos dictaminando su pesar ante la prensa: “Me cortaron las piernas”. Desde su casa, la muchacha vio las imágenes, comprendiendo que su rostro de ahora en más estaría vinculado a uno de los días más duros en la historia de las copas del mundo.
El tiempo transcurrió y la suerte resultó extrañamente dispar para los involucrados. El suceso más próximo fue el final estallido de la relación entre Yekini y su coach. Tras la eliminación en octavos de final al caer 1-2 ante Italia, el delantero se posó frente a los micrófonos y disparó: “Nunca me llevé bien con Westerhof. Él no me agrada y yo no le agrado. Intenté plantearle mis problemas cara a cara pero ninguno de mis compañeros me apoyó. Y me fueron excluyendo del juego, hasta que dejé de ver a la pelota”.
Tamaña declaración era una confusa forma de cerrar un excelente ciclo para los nigerianos: Habían sido campeones en su continente tan solo meses atrás, y se habían hecho con un lugar en octavos de final de la Copa del Mundo, haciendo pasar nervios a los italianos, que no se pusieron en ventaja sino hasta entrar en tiempo extra. La realidad es que la bomba que Yekini detonó pareció un presagio de la posterior suerte del conjunto: Salvo el batacazo al vencer a España de la mano de las tácticas de Bora Miliutinovic en Francia 1998, Nigeria no volvió a tener un papel siquiera trascendente en los Mundiales, y no se haría con la Copa Africana de Naciones sino hasta 2013. Para colmo, posterior al ciclo de Westerhof (1989-1994) ninguno de sus sucesores superó siquiera los cuatro años al mando del combinado.
Yekini, quien ante los búlgaros supo marcar el primer tanto nigeriano en la historia de la máxima competición del fútbol, fue adquirido por el Olympiakos de Grecia una vez concluida la competición. Dejaría su seleccionado a fines de los 90’ mientras apuntaba una trayectoria en equipos de rodaje menor pertenecientes a las ligas de España, Portugal, Suiza, Túnez, Arabia Saudita, Costa de Marfil y su Nigeria natal. Con 42 años, colgó los botines en 2005 y rápidamente comenzó a exhibir síntomas de un desorden mental progresivo, cuyo diagnóstico nunca trascendió al hermetismo de su círculo íntimo.
En la prensa nigeriana se propagó que Yekini se encontraba afrontando serios problemas económicos, sumando a una tendencia al aislamiento que se había incrementado en el último tiempo. La paranoia y la depresión eran moneda corriente en su rutina, hasta tornarse inaccesible para quienes querían ir en su ayuda. Ex compañeros de equipo coincidían en algo cuando se referían a él: Las críticas lo devastaban. La exigencia ciega de los fanáticos generaban un desequilibrio en su persona, impidiéndolo disfrutar del juego. Sus logros en la Selección de Nigeria parecían evaporarse cuando a la relación torcida que mantenía con los fanáticos se sumó la ausencia de ayuda por parte de los altos rangos de la federación de aquel país para facilitarle el arribo de una casa propia, promesa a cumplir por ser el máximo artillero de la Copa Africana de 1994. La situación era angustiante.
Los últimos testigos de Yekini recuerdan verlo deambular por las calles de la pegajosa ciudad de Ibadán a horas erráticas, sin zapatos y con la mirada perdida. En el mayor de los silencios, Yekini falleció el 4 de mayo de 2012, a la edad de 48 años.
¿Un diagnóstico a tiempo podría haber salvado al malogrado delantero? Posiblemente. Pero la enfermera en esta historia se encontraba a kilómetros y kilómetros de distancia. Ajena al mundo del fútbol luego de su rol en el adiós de Maradona, Sue Ellen Carpenter sencillamente siguió con su vida. Se convirtió en una doctora ampliamente respetada en el campo de la fertilización asistida, siendo uno de los pilares del Centro de la Medicina Reproductiva de Atlanta, un proyecto en donde Carpenter tiene un rol clave en el ámbito de la salud reproductiva femenina, siendo palabra mayor en tratamientos y asistencia para casos de infertilidad. Vale decir que el Centro fue uno de los pioneros en incluir en su programa de asistencia a parejas LGTB, proponiendo siempre una mirada alternativa a la visión clásica, inflexible y antigua de la “familia modelo”. En dicho plató, la enfermera de Maradona es una verdadera eminencia.
Quizá ella nunca se enteró, pero El Diego supo indultarla, desligándola de cualquier responsabilidad o conspiración alrededor de su salida de la Copa del Mundo. Hoy él ve la imagen como parte de un pasado dulce y al mismo tiempo turbulento, mientras le quita la tapa a un gran táper que se encuentra en su mesa, desenfundando una deliciosa ración de asado al horno con papas. Conseguir este platillo es un privilegio aún en Dubái, ciudad en donde es entrenador de un cuadro local. Maradona le toma una foto a la comida y la comparte con sus millones de seguidores en Instagram. Rápidamente la imagen llega a dispositivos en todas partes del mundo. Hasta incluso en Atlanta e Ibadán.
- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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