Copas
Belleza poética
Las lágrimas de Cristiano Ronaldo riegan el campo de Saint-Denis. El «7» bravo de Portugal no pudo con la dura entrada de Dimitri Payet y debe retirarse del terreno. Parece ser el comienzo del fin para los lusitanos que eran considerados partenaires en la previa de la final y encima perdían a su carta de triunfo, a su emblema, a su leitmotiv.
Si ya con el astro del Real Madrid en cancha Portugal evidenciaba ser poca cosa en términos de volumen de juego, maniobras asociativas, peligrosidad en ataque, sin él la tendencia se multiplicaba por un valor difícil de calcular. Claro que del otro lado tampoco había una maravilla de equipo, pero Antoine Griezmann, Paul Pogba, Moussa Sissoko, Olivier Giroud, la localía, y la historia de Francia siendo anfitriona en torneos grandes parecía ser una inmensidad para el limitado colectivo de Fernando Santos. Fue allí que apareció la dignidad de los nadies.
Creyeron que podían. Pese a la adversidad, pese a las limitaciones, pese a la pérdida del todopoderoso. Como ya habían creído que podían cuando en octavos se medían a una Croacia que venía de ganar sus tres juegos -el último ante España- y, aunque sufrieron, terminaron con un triunfo agónico gracias a un tanto de Ricardo Quaresma; ese Quaresma que supo ser promesa de crack, quien se perdió y volvió a brillar un par de veces y que próximo a cumplir 33 años se encontró con su firulete más efectivo: el ser pieza útil de refresco para un equipo que pedía a gritos bandadas de talento. No se resignaron tampoco en cuartos cuando Polonia se adelantó rápido en el marcador, fue el momento de Renato, un joven que con 18 años parece un experimentado de toda la vida, quien anotó el tanto que permitió que los de Santos alcanzaran los penales.
Y luego se ausentó Pepe por lesión y apareció Bruno Alves, uno que era codiciado hace casi una década y que hoy tenía más forma de remiendo que de solución. Ni el mismo Ronaldo se había resignado durante la Euro: ni a sus molestias que arrastraba del cierre de temporada con el Real Madrid, ni a su penal errado en la primera fase (sus dos goles ante Hungría eran muestra, más lo sería el frentazo ante Gales). Sin embargo en esa cara llena de llanto parecía decirle a todos que hasta ahí llegaba el sueño.
Nada de eso ocurrió. Belleza poética. Fuerza colectiva. Convencimiento grupal. Sorpresa generalizada. Nani se disfrazó de «9» y entretuvo a la zaga francesa largos minutos, Rui Patricio se agigantó y evitó una, dos, tres veces los gritos galos, Raphael Guerreiro amagó a robarse los posters con un tiro libre magnífico al travesaño. Justamente el lateral izquierdo, que le marcó su único gol como internacional a Argentina, nació y vivió toda su vida en Francia, ironía cruel.
Pero si había un hombre de reparto en Portugal, ese era Eder, el delantero nacido en Guinea Bissau. Con cualidades técnicas por debajo de la media, sin un ratio de goles notable (tres goles en 28 partidos jugados con su selección hasta el domingo, 58 en 217 a nivel clubes) y con un Mundial 2014 que lo había dejado expuesto como uno de los futbolistas de peor rendimiento en Brasil. Con 13 minutos acumulados en esta Euro hasta la final, su ingreso le dio un giro al partido. Santos mandó a su equipo a ganarlo. O al menos intentarlo, cuando hasta la entrada del punta Portugal era un conjunto absolutamente inofensivo. Soltaron amarras, vieron que podían y las diferencias entre los dos ya no eran tales. Eder peleó, exigió y le llegó su recompensa, esa que del otro lado André Pierre Gignac no pudo recoger. Se fajó con Laurent Koscielny, puso el culo para ganarse el espacio, condujo y remató seco, abajo, junto a un palo. Gol. Gol y delirio. Gol, delirio y gloria. Gol, delirio, gloria e historia. Gol, delirio, gloria, historia y asombro. Todo eso fue el remate de Eder.
¿Cuántas veces se ha escuchado que algún torneo lo ganó solo un futbolista? Se dijo de Diego Maradona en México 1986 y de otros tantos. Como también se repitió que Portugal era solo Ronaldo. El fútbol guarda momentos inesperados y lo que ayer nos enseñó hoy parece borrarlo de un golpe seco y mañana lo reescribirá. Porque pensar en que los lusitanos serían campeones sin la injerencia directa de su crack en la final parece cosa e’ mandinga.
Pero el esfuerzo colectivo, la suma de las partes, la creencia en el compañero y en la idea en común siempre supera a la individualidad, al logro solista, al placer unidimensional. He aquí otra muestra más, en tiempos en los cuáles las batallas personales parecen anteponerse a los logros de los conjuntos. Y sí, seguramente se construyan horas y horas de nada en torno a comparaciones fútiles, gigantismos pueriles y exacerbaciones del resultado. Mientras tanto, el fútbol estará allí una vez más para resignificarlo todo, para darle otra mirada a al concepto de triunfo, al de derrota, y porqué no, también al de belleza.
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- AUTOR
- Diego Huerta
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