Historias
El clásico eterno de Sarajevo en primera persona
Absolutamente nada sabía del fútbol de Bosnia aquella madrugada del gélido otoño del 2005 en la que pisé la ciudad de Sarajevo, después de viajar en tren desde Budapest durante 12 horas. No conocía el nombre de ningún equipo, mucho menos jugadores. Tampoco pretendía saber demasiado pues aquel introspectivo y solitario viaje no estaba dedicado a ciertas banalidades. No había mirado calendarios de campeonatos o copas, ni copas internacionales como lo había hecho en otras oportunidades, y en todo caso en esos días, el fútbol se mantenía encapsulado a un costado de la pasión, en desmedro de la otra pasión que significaba adentrarse en el fascinante universo sensorial que significa viajar.
Por eso, en aquel andén de la estación central de Sarajevo, una imagen me quedó grabada para siempre como un fotograma de una vieja película de Humphrey Bogart en blanco y negro. Parado en la plataforma, el tren humeaba por los costados con ese ruido a hierro raspándose y el aire salía apresurado de las mangueras. La poca gente que llegó al destino final desapareció en tres segundos y me encontré solo mirando para los costados sin saber qué hacer. A lo lejos, al final de la plataforma un tipo con un enorme piloto negro y sombrero homburg fumaba y esperaba a alguien mientras el gigante reloj que colgaba del techo de la estación marcaba las 5:00 am.
Antes, durante el viaje dentro de esa especie de compartimento que parece una habitación de hostal que pensé que solo existía en las series de televisión, me había tocado compartir un par de horas con un croata con el cuál intenté intercambiar algún pensamiento. Aunque amable, el tipo era bastante osco y la sonrisa no era un ejercicio que pareciera que practicaba a menudo. Mirándolo con detalle intenté calcular rápidamente su edad y me di cuenta que tendría unos pocos años más que yo en ese momento. No más de tres o cuatro y en seguida reflexioné que la guerra le había quitado los mejores años de su juventud. Esa guerra que hacía tan poco había terminado no solo tocó de lleno a mi eventual compañía sino que todo lo que me rodeaba estaba regido por el conflicto. Que absolutamente todos en ese tren estaban atravesados directa o indirectamente por la barbarie.
El fútbol como no podía ser de otra manera también. La liga en la antigua Yugoslavia era un campeonato donde participaban clubes de todos los estados que formaban la federación yugoslava más allá de las diferencias de nacionalidades, etnias o religión, y dominado claramente por los dos grandes de Belgrado: El Partizan y el Estrella Roja y seguido por los croatas del Hadjuk de la ciudad costera de Split y el Dynamo de Zagreb. En Bosnia había tres clubes que habían logrado sacar la cabeza. El FK Sarajevo, Velez de Mostar, que en 1975 llegó a jugar los cuartos de final de la copa UEFA, y el Zeljeznicar también de la capital, que en esos años habían logrado no solo competir dignamente sino ser campeones de liga.
La guerra en Bosnia estalló en abril de 1992. Después que Eslovenia y Croacia se declararan estados independientes los bosnios pensaron que tampoco querían ser parte de la idea de Slobodan Milosevic de formar una Gran Serbia. Antes de la locura, Bosnia en general y Sarajevo en particular, era una tierra donde la vida pasaba sin prejuicios entre los vecinos. Convivían ortodoxos, musulmanes, judíos y católicos sin mirarse de reojo. Los bosnios croatas le compraban el pan a su vecino bosnio-musulmán que a su vez saludaba a un amigo serbo-bosnio que pasaba por la puerta su local. Todo discurría en paz y armonía en los pequeños cafés de la ciudad o en las plazas atestadas de gente jugando ajedrez.
Después de la guerra el país estalló en trizas que se esparcieron al nivel que parece imposible que las piezas vuelvan a unirse. Tanto, que según dicen los expertos, al país todavía le vienen más divisiones como por ejemplo el de la República de Srpska, hoy una de las dos entidades políticas que forman Bosnia y Herzegovina donde quedaron viviendo mayoría de serbobosnios y de la cual se dice, será país independiente antes de 2025.
No sé qué fue que me llevó ir a Sarajevo en esos años post conflicto pero estar en esa ciudad montañosa, geográficamente alargada de oeste a este por el río Miljacka, fue una experiencia difícil de olvidar. El amanecer me encontró en Bascacija, una pequeña plaza seca que funciona como entrada al casco antiguo de la ciudad. Casi en el medio de la plaza un mítico palomar conforma el paisaje más conocido de Sarajevo y alrededor, bares y negocios de todo tipo comenzaban a levantar sus persianas. Desde allí, la ciudad es un cúmulo de colinas escarpadas y casas o pequeños edificios con techos de tejas, muchas tejas y entre ellas se levantan como gigantes alfileres clavándose en la espesa bruma de la mañana, los minaretes de las mezquitas que se cuentan de a miles en la capital Bosnia.
Pocas veces vi gente tan amable, pacífica y simpática como allí. Parece increíble que alguna vez, más cerca que lejos en el tiempo, esas manos cuarteadas empuñaban armas y mataban. Ahora, en ese momento, todo era sonrisas y se movían por las calles, en sus trabajos como si nada malo pudiera pasar. Recordé entonces a un viejo amigo que ya había estado allí y sus únicas palabras cuando le pregunté si merecía la pena venir fueron: “Lo que más me llamó la atención es la felicidad de la gente. Parecieran festejar todo el tiempo la suerte de estar vivos”. Durante la guerra claro está, el fútbol hizo un largo paréntesis. Futbolistas, hinchas y dirigentes se unieron a los ejércitos o escaparon y el deporte dejó de tener sentido. En realidad lo que se dejó de practicar fue el fútbol organizado, porque el milagro de la pelota sucede siempre, a cada paso, por más que muchos se empeñen en decir que es sólo fútbol.
Pedrag Pasic había jugado el mundial de España ´82 como mediocampista de la Selección de Yugoslavia y había militado en las filas del Stuttgart y el Múnich 1860 antes de volver a terminar su carrera en el FK Sarajevo. Cuando estalló la guerra, su madre le propuso irse a vivir a Stuttgart donde aún tenía varios conocidos por su paso por la Bundesliga pero Pasic simplemente no pudo. Su corazón influyó más que la razón y decidió quedarse. Después del inicio del conflicto llegó un desalmado sitio a la ciudad. Los tanques del ejército Yugoslavo asomaban en las colinas que rodean la metrópoli y las bombas caían día y noche. Y cuando no eran las bombas eran los francotiradores que practicaban su puntería contra la población civil.
En ese contexto fue que Pasic decidió anunciar en una radio la creación de una escuela de fútbol que pretendía ser un paréntesis y hacer olvidar por un rato a los niños, todo lo que estaban viviendo. Al otro día cerca de 300 chicos se hicieron presentes en el gimnasio y así nació la escuela Bubamara, y día tras día, cientos de chicos musulmanes, ortodoxos, católicos, croatas, serbios, bosnios y todos los etcéteras que caben en este país, cruzaban el puente del río desafiando las balas y las bombas para juntarse a jugar a la pelota mientras en la calle, afuera del gimnasio, el infame concierto de estampidas y explosiones seguía su curso.
Bubamara pasó así a ser la única escuela abierta en la ciudad en los días del sitio anteponiéndose incluso a todas las opiniones en contra que generaba, ya que en el ideario de Pasic estaba el de unir y no dividir a la población, y a las autoridades no le hacía mucha gracia esto. La escuela pudo cruzar la barrera de balas y vencer el prejuicio de la dirigencia del país y continúa hoy con la premisa inclaudicable de ser multiétnica. Bubamara nos regaló por ejemplo, a Edin Dzeko, el máximo referente que tiene la Selección de Bosnia en la actualidad, que cada vez que puede se deja ver por sus instalaciones ante la mirada de los niños que sueñan ser algún día como él.
Mientras caminaba por Vratnik, uno de los barrios con predominancia musulmana de la urbe, pude imaginarme de alguna forma cercana lo que fueron esos años. Calles angostas en la ladera de una colina, esquinas intrincadas, pasajes laberínticos y en cada casa de aquella vecindad cientos de agujeros de balas que me contaban que la lucha allí había sido cuerpo a cuerpo. Las mujeres envueltas en túnicas continuaban su vida como podían y los niños salían del colegio a esa hora cercana al mediodía. Muchos, la mayoría, con precarias pelotas corrían a la plaza más cercana o a cualquier solar descampado que permitiera rodar el balón. Porque en realidad los parques y las plazas en Sarajevo ya no son lugares propicios para el juego. Fueron tantas las víctimas, que no hubo lugar para enterrar a los muertos en los cementerios y por eso, todo espacio verde funcionó y sigue funcionando como tal. Esa imagen impactante de miles de lápidas en forma de obelisco que se erguen como un sembradío de interminable trigo blanco con las que los musulmanes entierran a los suyos entre los bancos de las plazas, entre los juegos de niños, entre los chicos corriendo, es el corolario para terminar de entender en qué parte del mundo se encuentra uno y es mucho más efectivo que cualquier libro de historia.
De vuelta en el centro de la ciudad y apurando el tardío almuerzo por la avenida principal me llamó la atención una fila de unas 20 personas que terminaba en una mesita de madera donde dos personas cortaban tickets. En verdad lo que me llamó la atención fue un desvencijado cartel hecho sin ninguna pretensión ni cuidado donde además de muchas palabras en alfabeto cirílico que no pretendía comprender, tenía el dibujo casi infantil de lo que yo entendía eran jugadores de fútbol. Hasta ese momento del viaje, no había experimentado esa sensación de profunda ansiedad ante la inminencia de un partido, pero al ver ese cartel y sin entender prácticamente nada de lo que se trataba, me dispuse a hacer la fila como una ratón siguiendo el aroma del queso. Cuando por fin llegué al frente y sin poder decir ni una palabra ya que le ingles no era una opción válida, atiné a levantar mi dedo índice primero para señalar la cantidad de tickets que deseaba, y segundo para señalar que elegía el más barato que mi vista pudo divisar en el menor tiempo posible.
En Bosnia, en los años que siguieron a la guerra, el fútbol no se jugó o se jugó poco. A imagen y semejanza de lo que sucedía en el país, la liga se dividió en tres competencias distintas e independientes entre sí donde por un lado jugaban los equipos bosnios musulmanes, por otro los de ascendencia serbia y finalmente los bosnios croatas y literalmente cada uno era un campeonato aparte. Todo estaba roto y el juego no podía ser menos. Ya nadie confiaba en el otro y más, cuando ese otro pertenecía al reciente enemigo; e ir a la cancha empezó a ser una aventura peligrosa ya que la violencia en los estadios tuvo una escalada difícil de frenar hasta hoy, donde carteles afuera de los estadios indican que está prohibido el ingreso con manoplas, armas blancas, armas de fuego e incluso granadas.
Recién en el año 2000 y después de una fuerte presión por parte de la UEFA para que la actividad quede medianamente organizada con el propósito de reinsertar a los equipos Bosnios a la competencia europea, quedó constituida y unificada la Liga Premier de Bosnia y Herzegovina en la que participan 12 equipos. En ella ahora sí, juegan los equipos de los tres principales grupos étnicos, unidos en un mismo campeonato.
El partido era esa misma noche. No sabía ni donde ni quién jugaba pero tenía mi entrada y era un hombre feliz. De repente, en un lugar tan lejano y tan ajeno encontré algo que me unía con su gente. Eran épocas donde la tecnología era incipiente y no existían teléfonos inteligentes; el GPS sólo cabía en la imaginación y el internet era un bien de lujo por lo que con un mapa me apuré a pedirle a un buen hombre mediante idioma de señas, que me indique donde quedaba el estadio. Lo marqué y me fui con la idea de salir temprano hacia allí. No conocía el camino y por lo que se veía en el plano, eran muchas cuadras que podía transitar en una hora o en mil. La tarde era soleada y fresca y presentía que por la noche iba necesitar de todo lo que había llevado por eso me calcé doble par de medias. Me puse mi buzo bordó que es de esas prendas que duran mil años y que la querés más que a un familiar, y un camperón para el frío que me habían prestado antes de salir de viaje y comencé a caminar rumbo al estadio todavía con la luz del día discurriendo hacia el ocaso.
Impacta caminar por Sarajevo en estos días. No hay edificio que no tenga marcas de la guerra. Desde los que están totalmente destruidos por las bombas a los que tienen agujeros de munición gruesa, ninguno se salvó. Iglesias, mezquitas, edificios públicos, hoteles y viviendas comunes. Mucho más impresionante era recordar imágenes que había visto sentado cómodamente en el sillón de mi casa en Buenos Aires mirando la guerra por tv como por ejemplo el bombardeo al hotel Holliday Inn, y estar ahora viéndolo con mis propios ojos. Desde aquellos ventanales prendidos fuego a esta torre que se mantiene en pie a duras penas pero que sigue siendo el hotel más lujoso de la ciudad.
Me di cuenta que me acercaba al estadio al ver la presencia de las fuerzas de las naciones unidas que todavía cumplen el papel del preservar la seguridad a falta de un ejército constituido ya que no se le permite a los bosnios contar con uno, merodeando con mayor intensidad la zona y ahí me encontré con el primer indicio que se iba a jugar un partido cerca. En uno de los momentos más bizarros del día. Entre tanto alfabeto inentendible, entre tanto sonido gutural que no lograba comprender veo dos palabras totalmente familiares: RIVER PLATE. Un chico que iba en dirección contraria a mi caminaba sin imaginar que su campera con esa inscripción significaba para mí una regresión de miles de kilómetros. Pero la sorpresa fue mayor porque esas letras impresas en un tamaño generoso sobre tela azul, eran de color amarillo; un despropósito sinsentido que me dejó pensando varios minutos si lo que había visto era cierto o si la prenda fue confeccionada con una intención completamente distinta a la connotación que yo le estaba dando.
Sea como fuera, estaba a unas pocas cuadras de la cancha y yo no sabía quién jugaba y por eso me acerqué hasta un quiosco de diarios y busqué alguna tapa para tratar de discernirlo. No fue difícil asociar palabras y descubrir que se jugaba el FK Sarajevo contra Zeljeznicar el superclásico del fútbol Bosnio, por los cuartos de final de la copa nacional. El Zeljeznicar y el FK Sarajevo no son sólo los equipos más grandes de la ciudad sino también de todo el país. El primero fue fundado en 1921 por trabajadores ferroviarios, de hecho la traducción de su nombre es justamente “Ferroviario”, y representa a la clase trabajadora de la ciudad de mayoría bosniaca (musulmanes), pero no ortodoxos sino más bien al sector más liberal de la población.
Por otra parte, el FK Sarajevo fue fundado una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial por la elite dirigencial y musulmana de Bosnia que querían que un equipo de su entidad federativa compita de igual a igual con los equipos más grandes de la antigua Yugoslavia y así fue que los clubes Udarnik y Sloboda se fusionaron para dar origen al SD Torpedo primero y al FK Sarajevo después. Para esto, sus dirigentes no escatimaron la billetera e invirtieron fuerte en el equipo y como era de esperar se llevaron a los mejores jugadores y obvio, muchos eran del Zeljeznicar.
Así nació el clásico eterno. Los dos equipos de la ciudad se odiaban desde el mismo comienzo de la historia y más aún, después de su primer partido oficial donde los del Sarajevo golearon al Zeljeznicar 6-1. Los ferroviarios eligieron el color azul para su camiseta. Y los del Sarajevo eligieron el bordó y si bien esto es un detalle, no será un detalle menor para mí.
De repente sin querer y apenas habiéndolo intentado, me encontraba ante una oportunidad única, vivir un superclásico en un lugar tan extraño es algo para lo que vale la pena cualquier sacrificio, por eso cuando todavía faltaban horas para el partido, en las inmediaciones del estadio ya había un movimiento nervioso y bastante gente. Una persona se acercó a mi e intuí que me dijo algo. No sé qué exactamente pero en su gestualidad no noté un tono amigable sino más bien todo lo contrario. Seguí caminando sin pensar demasiado en lo sucedido, al fin y al cabo locos hay en todos lados y yo estaba acostumbrado a jugar de visitante en canchas difíciles.
Las torres de iluminación ya se veían claras y el perfil de una de las tribunas asomaba por la gran explanada por la que iba entrando y por la cual entraban los hinchas del Zeljeznicar atareados en sus camisetas blanquiazules. A los pocos metros otra persona se me acercó y otra vez con actitud de pocos amigos, y a los segundos otra más esta vez todavía más hostil ya que pegó su cara a la mía maldiciéndome. No entendía nada de lo que pasaba. Quizás los extranjeros no eran bienvenidos en estas tierras pero hasta ese momento había sido tratado de maravillas, y además, ¿cómo se daban cuenta entre tanta gente que era extranjero?
A lo lejos se divisaba una multitud queriendo entrar por otra puerta atrás de vallas policiales y un operativo de seguridad propio de las canchas argentinas. Eran los del Fk Sarajevo haciendo la fila para ingresar. Todos vestidos de prolijo color granate, y claro, en ese instante caí a cuenta que yo traía aquel viejo buzo bordó y que mi entrada era para el sector de los enemigos del bordó.
Por suerte llevaba la campera en la mano. Me la puse y la cerré hasta casi el ahorcamiento asegurándome que no se viera un ápice del color maldito y así me fui a buscar el número de la puerta que era lo único legible en mi entrada. Apenas la encontré y me dispuse a hacer la fila de unas 30 personas que tenía por delante, vi a varios policías batiendo a palazos a un joven que pretendía colarse o entrar sin entrada o vaya a saber uno el pecado cometido. Ya estaba como en casa. La liturgia futbolera de los bosnios es bien parecida a la nuestra y muy alejada del resto.
Los españoles se juntan en los pequeños barcitos afuera de los estadios y tapean y toman cerveza hasta segundos antes del partido. Luego, en el entretiempo como en una coreografía bien montada, todos abren sus bocatas y comen felices. Para los mexicanos el partido está en un segundo plano y consumen todo sin parar. Antes, afuera del estadio hay mil puestos de comida y mercadería floja de papeles pero una vez dentro del estadio la oferta se multiplica por mil. Se vende de todo y ellos compran todo hasta el punto de ser capaces de perderse un tiro libre en la puerta del área de su equipo en el último minuto por comprarse una pizza. En Inglaterra los muchachos se juntan en los pubs oscuros y toman cerveza y cantan abarrotados hasta el momento de entrar al estadio.
En Perú, Chile, Alemania y Japón es distinto pero acá en Sarajevo, los hinchas hacen colas inhumanas, se empujan desde varias horas antes del partido, y una vez en la tribuna la gente está parada por más que la popular tenga butacas. No van a divertirse. No van a ver un espectáculo. Van a ver a su equipo con todo lo que eso conlleva. Del partido poco y nada pude rescatar, aburrido, me dediqué a observar a la gente y su comportamiento. El estadio olímpico Asim Ferhatovic no estaba lleno pero sí había mucho público en sus tribunas parecidas a las del estadio mundialista de Mar del plata, y en lo que vendrían a ser las populares la gente amontonada, cantaba o más bien gritaba consignas que no entendía y colgaba banderas de las barandas.
En un momento los hinchas del Sarajevo prendieron bengalas. Tantas que la tribuna parecía incendiarse, Los del ferroviario no quisieron quedarse atrás y prendieron más sumándole humo a la espesa niebla que caía sobre el césped. El partido se tuvo que suspender varios minutos y la policía entró otra vez en el escenario y otra vez reprimiendo en el sector bajo de la tribuna donde se encontraban los más revoltosos queriendo ingresar al campo. Más tarde entró una ambulancia para retirar a un herido y el partido continuó bajo una tensa calma que permitió que terminara. Fue 1-1 y dejó la definición para el partido de vuelta que se jugaría en la cancha del Zeljeznicar. Me volví solo al hostel caminando. La noche de repente se tragó a todo dios y el regreso era largo pero el fútbol me había regalado una de esas noches que no se olvidan. En un lugar tan lejano, en las antípodas culturales, hubo un lenguaje que derribó cualquier muro; el idioma del fútbol.
- AUTOR
- Horacio Ojeda
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