Historias
El día en que el racismo perdió por goleada
A la hora de vincular dos conceptos, decir “2002” junto con “Francia” remite a una rápida sensación de decepción, falencias y frustración. Los alimentados a base de fútbol anexamos aquel año para el país galo eclipsado por el fracaso que padeció en su deambular por la Copa Mundial de Corea-Japón, a la cual ingresó en pos de defender el título obtenido cuatro años atrás, culminando abruptamente su participación en primera ronda, resultado hijo de una performance paupérrima: 0-1 ante Senegal, 0-0 ante Uruguay y 0-2 ante Dinamarca. Es difícil pensar un escenario peor.
Sin embargo, para la historia, el fútbol es solo un canal más en donde transcurre la existencia. Transversal a la redonda se encuentra la historia de un país que, en ese mismo año, rechazó categóricamente la instauración de un dirigente fascista en el poder, con un pueblo quizá carente de bases políticas sólidas, pero seguro de hacia qué lugar no quiere ir. La historia de las elecciones presidenciales de Francia en 2002 tranquilamente puede etiquetarse como la vez en que el racismo y la xenofobia perdieron por goleada.
Tras la caída del muro, la extinción de la URSS y el cese del mundo bipolar, la globalización supo propagar el concepto de transnacional. Somos ciudadanos del mundo estimulados por las mismas raciones de estímulos. Las fronteras rígidas son minimizadas excusándose en una integración. Mercados de alcance mundial moderan y regulan la circulación económica, en un circuito donde no importa tu procedencia, todos somos del mismo equipo.
Claro que este escenario primaveral esconde un sinfín de fallas e inequidades. La diferenciación necesaria para estimular específicamente los proyectos de cada individuo se ve reemplazada por la simplificación de la generalidad. Y eso nos torna más manipulables. Porque los mercados pueden fallar y las organizaciones transnacionales, como el Fondo Monetario Internacional, abogan más por el saneamiento de estos que por el bien de una nación, término, justamente, desplazado por esta ciudadanía global. En los tiempos recientes, en donde las mieles de la globalización empiezan a ponerse en duda, las respuestas políticas y sociales varían. Una beta agresiva y jurásica –pero tristemente presente- en dicho contexto es, entonces, el nacionalismo de extrema derecha.
La desorientación colectiva que el ocaso de la globalización genera está alimentada por diversos factores. Dejar de creer en las bondades del sistema capitalista y la meritocracia implica la búsqueda de nuevos sostenes en donde la población identifique un sendero potable para sus aspiraciones, pero, en especial, para combatir a quienes considera responsables del colapso. Aquí es donde política y mediáticamente se instauran chivos expiatorios, dejando la puerta abierta para la discriminación. Crítica a la inmigración, denuncia de la deformación de un sentir nacional, islamofobia y muros en las fronteras (este último metafórica y literalmente) son factores que comienzan a estar en boga de individuos dispuestos a aprovechar el plató para aproximar al electorado supuestas ideas sanadoras de identidad y principios, nutridas por el señalamiento a un determinado colectivo, raza o estrato social como el principal causante de los males.
El fútbol, por supuesto, no escapa a esto. Las declaraciones en torno al seleccionado francés suelen posicionarse en el ojo de la polémica cuando se debate la predominancia de jugadores de doble nacionalidad, superando en número a los estrictamente nativos de Francia. Nadie está excento a la polémica. Laureado y respetado, Laurent Blanc aún rinde desde que, durante su fugaz etapa como seleccionador, manifestó: «Actualmente, los grandes y potentes son los negros. Es así. Dios sabe que en los centros de formación, en las escuelas de fútbol, hay muchos negros. Creo que hay que buscar otros criterios, modificados con nuestra propia cultura«. Las acusaciones de racismo no tardaron en llegar, debilitando sumamente su posición como entrenador.
La presencia de futbolista con doble nacionalidad o ascendencia africana ha ido in crecendo en Les Bleus, dentro de un contexto social en donde la pacificación de tensiones raciales no cesaron. Expresiones sumamente dañinas desbordaban ante este cuadro: «Este país me da vergüenza. Dentro de poco habrá once negros cuando lo normal sería que hubiera tres o cuatro«. ¿Quién dijo eso, Micky Vainilla? No, Georges Freche, un respetado político socialista, caído en el ostracismo tras tamaña declaración.
El momento en que Freche lanzó dicha frase, 2007, formaba parte del pleno proceso de formación y captación de talentos por parte de Francia, lo cual promovería, escaso tiempo después, el ascenso de figuras como Kylian Mbappé. Había pasado ya una década del título de 1998 y eso nos articula una comparación interesante. En el combinado que ganaría la última Copa del Mundo del siglo XXI, la final la disputaron tres jugadores de origen africano: Marcel Desailly (nacido en Ghana), Zinedine Zidane (de ascendencia argelina) y Patrick Vieira (originario de Senegal). Podríamos sumarle la presencia de Lilian Thuram (nacido en Guadalupe, isla caribeña) y el entrañable Christian Karembeu (cuyo origen está en Nueva Caledonia, isla de Oceanía).
En 2018, son ocho los integrantes del seleccionado campeón cuyo origen está en el continente africano: Samuel Umtiti (nacido en Camerún), N’Golo Kanté (de ascendencia de Malí), Paul Pogba (ascendencia de Guinea), el mencionado Mbappé (padre camerunés y madre argelina), Blaise Matuidi (ascendencia de Angola), Steven N’Zonzi (ascendencia del Congo), Corentin Tolisso (padre togoleño) y Nabil Fekir (ascendencia argelina). No podemos pasar por alto tampoco a la presencia de Ousmane Dembelé, de raíces malienses. En las vísperas del Mundial, cuando Francia arribó a suelo ruso en marzo para disputar un cotejo amistoso ante los locales, este último y Pogba encabezaron las denuncias públicas por insultos racistas: «Nos decían monos«, deslizaron, indignados y entristecidos. La bendición del título aún parecía lejana, y aquellas declaraciones quedaron ahogadas en el fervor pre-mundialista.
Ahora es necesario que paremos aquí y luego retrocedamos en el tiempo. En los primeros pasos del siglo XXI, hablar de un muro en la frontera mexicano-estadounidense y de órdenes para impedir el ingreso de migrantes de Medio Oriente era fuertemente aventurado. Sin embargo, el atentado a las Torres Gemelas comenzó a diseñar focos de rechazo hacia el islam y estigmatización. Puntualmente, ya centrándonos en el contexto francés, las elecciones del 2002 convivían con un fuerte desapego del electorado de aquel país para con sus representantes. La criminalidad y la mejora económica eran temas en boga durante una desanimada víspera de comicios. Jacques Chirac era un liberal sexagenario que aspiraba a la reelección, viéndose su campaña obstaculizada por fuertes acusaciones de desvío de fondos y lavado de dinero en sus tiempos como alcalde de París entre 1977 y 1995. Su suerte estaba en jaque.
Colette Auchabie tiene 42 años y en su Brest natal administra una biblioteca y filmoteca. Además, es una devoradora de libros de política y por eso le consultamos sobre las particulares características de las elecciones del ’02. “Desinterés” señala. “Chirac era acusado de corrupción y los socialistas, que habían gobernado junto con él desde el cargo de Primer Ministro ocupado por Lionel Jospin, eran tildados de flojos. No había un candidato que cautivara”. El contexto parecía estar claro, una elección apagada que tendría una definición en balotaje entre dos vencedores vencidos, ex aliados: “Chirac iba por la relección y Jospin se postuló por el Partido Socialista”.
Pero en las entrañas de Francia, comenzaba a tejerse una contraofensiva de extrema-derecha que sacudiría los pronósticos electorales. Jean-Marie Le Pen retocaba su plataforma describiéndose como un candidato nacionalista, pero su plan sudaba apología al nazismo (era un pseudo-negacionista), xenofobía (se regodeaba de articular cualquier camino para la expulsión de inmigrantes en Francia) y era un anti-Unión Europea. “Le Pen dejaba al descubierto su posición de extremaderecha. Daba respuestas retrógradas a los problemas de la gente. Pero las daba. Cosas que Chirac y Jopin, no. Uno estaba ocupado ocultando sus casos corruptos. El otro, intentando reanimar su imagen”, señala Colette, del otro lado del océano. Le Pen fue candidato presidencial en 1974 (0,74%), 1988 (14%) y 1995 (15%). El asunto en 2002 es que ninguno de los contendientes parecía que arribaría siquiera al 20% de los votos, dando pie a un hipotético balotaje que, aparentemente, sería entre Chirac y Jopin. El asunto era que la diferencia entre el socialista y LP era, cada vez, más delgada.
Los resultados desnudaron la fragmentación partidaria que padecía Francia. Primero llegó el presidente en funciones, pero con un 19,8%. Ergo, el balotaje era una realidad. Pero segundo no llegó Jospin, que naufragó en el 16,18%, sino Le Pen, que obtuvo un… 16,86%. Una extremadamente apretada diferencia dejaba a los extremo-derechistas a por una finalísima para un lugar en el Palacio del Eliseo. La conmoción social no tardó en llegar: “Simplemente no podíamos creerlo”, nos explica Colette. “La fragmentación nos llevó a eso, a que un racista estuviera disputándose un lugar en la presidencia”. Creíamos que era potestad argentina, pero no, aparentemente pasa en todo el mundo. No es sino hasta que las papas arden, que se reacciona. Las protestas contra Le Pen se gestaron en la misma velada de las elecciones. No se trataba de una elección, sino de un plebiscito sobre la existencia de Francia bajo la órbita fascista. Surrealista, pero real.
“Vota a un ladrón antes que a un nazi”. Aún entre la espada y la pared, el humor circula por los callejones de la realidad, porque ese era el lema caricaturesco de la elección entre Chirac y Le Pen. Hasta el propio presidente francés, habitué de esconder sus ilícitos, parecía humanizado. No se hablaba de proyectos, sino de reducción de riesgos. ¿Se habría evitado esto de existir un mayor interés del electorado en sus representantes? “Muchos no reaccionaron hasta que comprendieron que Le Pen tenía chances”, nos confirma nuestra amiga franca.
El 5 de mayo de 2002, Francia habló. El presidente logró la reelección con un monumental 82%. Fue una victoria sin precedentes. Los extremo-derechistas se estancaron en el 17%, aumentando un solo punto en comparación con las generales.
Sin embargo, en las calles nadie decía que había ganado Chirac, sino que había perdido Le Pen.
- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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