Historias
El jugador del pueblo
En Rushden, Inglaterra, los días son todos más o menos iguales. En este pueblo de 26 mil habitantes la principal atracción es un museo de transporte que casi nadie visita. Ni siquiera los sitios de internet para viajeros más puntillosos se animan a describir algo más que valga la pena aquí. Sólo decenas de pubs se encargan de acortar las horas de hastío a la gente y Steve Davies no era la excepción.
Criado en una casa típica de la clase obrera inglesa y en una pequeña ciudad donde la lluvia golpea duro el asfalto gris mas días que lo soportable, no es difícil imaginar una vida monótona y un futuro demasiado cierto para cualquiera que nazca allí, pero un niño no vuela tan bajo con sus sueños y Steve no quería ser uno más.
Quizás para poder escaparse a Londres fue que se enamoró del West Ham United. O quizás, como él mismo afirma un poco menos analítico, después de ver a los 9 años cómo Billy Bonds, capitán de los “hammers” en ese glorioso equipo, levantaba el trofeo de la FA Cup inglesa de 1975.
El pequeño Steve creció repartiendo su tiempo entre las calles de Rushden y sus viajes furtivos a la capital. Fue sumando kilómetros, yendo y viniendo a Londres y así, fue moldeando un carácter díscolo que se encargaba de disimular en casa con sus padres, pero que ya el pueblo conocía desde su primera adolescencia cuando se ganó el apodo de “el loco”.
Hasta entonces sus aventuras no pasaban de dormir en estaciones de trenes o haber sido expulsado de Wembley por entrar corriendo totalmente borracho al campo de juego durante un partido de la Selección inglesa. Su mayor gesta hasta ese día fue cruzar unas palabras con su ídolo Trevor Brooking, una vez que un balón había caído en la grada justo en sus manos y Brooking se acercó a la tribuna para reanudar el juego.
Corría el verano de 1994 y el campeonato había terminado hacía bastante en Inglaterra. Los equipos empezaban a jugar sus primeros partidos de pretemporada preparándose para la siguiente liga que empezaría en agosto. Para entonces Steve tenía 27 años y era un proyecto de hooligan o por lo menos eso intentaba. Era flaco, espigado, aunque no tenía una gran altura. El pelo lo llevaba bien corto y sus ojos saltones y claros junto con su cara de niño rebelde le daban más para ser protagonista del film Trainspotting que para cualquier otra cosa en este mundo.
Fue en las horas cercanas al mediodía cuando sonó el teléfono en la casa de los Davies ese sábado. Steve atendió. Era su amigo y compañero de juergas Chunk, quién le proponía ir hasta Oxford a ver un amistoso de preparación donde el West Ham jugaría contra el equipo de la ciudad que militaba en la cuarta categoría. No parecía ser un programa demasiado tentador a decir verdad pero recuerden, estamos en Rushden y las horas pasan lentas, así que Steve accedió al plan y junto con su esposa Kelly, Chunk y el gordo Buzz, sus amigos de siempre, emprendieron el viaje que los separaba 95 Kilómetros hasta Oxford.
El estadio del Oxford city es un típico estadio inglés de categorías bajas en la que los alambrados periféricos al campo de juego no tienen sentido y entre los jugadores y el público sólo existe un precario vallado que apenas sirve para delimitar los roles entre aficionados y protagonistas del juego.
Esa tarde era radiante y la pequeña cancha del Oxford estaba a tope con dos mil personas listas para ver a un equipo de los importantes. El West Ham es grande y popular y por eso su presencia era todo un acontecimiento en la ciudad y nada podía empañar la fiesta, pero la sola presencia de Lee Chapman en el ataque del equipo visitante indignó a Steve que previo al partido había estado bebiendo unas cervezas en un pub cercano.
Chapman era un delantero más bien rústico. Alto, sin demasiada habilidad ni gol, que en la temporada anterior había marcado sólo 7 goles en los 30 partidos que jugó. Nada que ver con Brooking, el jugador estético y habilidoso que en la década de los ’70 brillaba con la número 10 de los “hammers” y que había enamorado a toda la afición de Upton Park.
El partido comenzó y el grupo de amigos entró un poco apurado a un estadio ya abarrotado. Tardaron un par de minutos y entre empujones y risas se abrieron paso hasta que sintieron el hierro frío de la baranda que delimitaba el campo de juego, y se encontraron justo junto a la banca de los visitantes. Solo unos pocos minutos le duró la paciencia a Steve que, un poco desinhibido por el alcohol y un poco por hacer el payaso delante de sus amigos, comenzó a hostigar a aquel pobre delantero que intentaba sin mucho éxito hacerse del balón.
– ¡Hey Chapman! Eres un maldito burro. ¡Chapman!, sal de la cancha ya hombre que molestas.
Diez, veinte, cuarenta minutos, Chapman aguantando todo. Sus amigos se reían. A la gente que estaba cerca parecía no importarle demasiado este sujeto pero a Harry Redknapp sí. Redknapp era otro loco quizás más loco que el propio Steve y no de casualidad estaba por ahí cerca escuchando y mirando de reojo para ver de dónde venían semejantes gritos. Y es que Harry Redknapp era el director técnico del West Ham. Todo un personaje el mago, según su apodo, que ya tenía unas cuantas historias que se contaban en toda Londres en su haber.
Mientras tanto el partido discurría sin despertar demasiado interés más allá de los goles. Los de Londres ya ganaban cómodamente 3-0 y varias lesiones típicas de jugadores que regresan duros de sus vacaciones ya habían obligado al técnico visitante a hacer varios cambios de los innumerables permitidos en los amistosos de pretemporada. Para el segundo tiempo, Redknapp ya tenía todas las sustituciones hechas y aquel energúmeno, que ante cada oportunidad hostigaba a Chapman, seguía su obstinada contienda personal.
– Hey Harry, Yo juego mejor que el malo de Chapman.
Y justo en ese preciso momento en el que Redknapp voltea a ver a Steve, una torre flaca y tosca cae al suelo. Sí, el bueno (o malo según Steve) de Chapman cae lesionado al lodoso terreno. El gesto típico de los asistentes haciendo rotar sus dedos índices, una camilla que entra, y es ahí, ya sin posibilidad de cambios para hacer, que Harry se acercó a Steve. Lo tomó de la solapa de su jersey. Lo acercó hasta que sintió su aliento y le dijo descubriendo sus saltones ojos celestes.
– ¿Estás seguro que juegas tan bien como hablas?
Steve tragó saliva, lo miró hacia arriba como un niño mira a un profesor malo y contestó:
– Claro que sí, señor
Un segundo después Steve escuchó la pregunta más importante de toda su vida. La que quiere escuchar todo hombre que se precie en esta tierra.
– ¿Te animas a entrar?
En ese momento Steve encontró el santo grial y supo que su vida cambiaría para siempre. Que a partir de ese momento tendría una historia que contar a sus nietos.
– ¿Por qué no? Respondió sonriendo de costado socarronamente para disimular los nervios.
Steve ahora está solo en el vestidor. El segundo tiempo ya se jugaba y Steve se apresuraba a desnudarse todavía incrédulo mientras Eddie, el utilero, le alcanzaba las prendas del primer equipo.
Minuto 9 del segundo tiempo. Steve está parado sobre la línea de cal listo para entrar. Se ve a un joven que corre para hablar con Harry. Era el anunciador del estadio que no tenía registrado a ese número tres en su planilla y quería saber de quién se trataba para anunciar su ingreso.
Harry piensa. No fueron más de cinco segundos y quién sabe qué laberinto cerebral lo llevó a acordarse de aquel delantero búlgaro que entró unos pocos minutos en el último partido de su selección en el Mundial de Estados Unidos que había terminado hacía unos cuantos días.
– Tittyshev -dijo-. ¿No lo conoces? El búlgaro, el del Mundial…
Segundos después por los altoparlantes se escuchó la voz trepidante y ampulosa del Speaker.
– ¡Y con el número tres hace su ingreso, el matadooooor búlgarooo TITYSHEEEEEEEV!
Sus amigos no lo podían creer, se partían de risa y un murmullo corrió por el estadio. Muchos ni se enteraron. Los que vieron de cerca toda la situación sí. Quizás por eso el árbitro Dermot Gallagher nunca advirtió qué era lo que pasaba. Nunca paró el partido. Simplemente hizo entrar a ese desgarbado número tres que ingresaba como un rayo a la cancha.
Luego de unos años el mismísimo Gallagher confesaría: “Pensé que era uno de esos suplentes que después jamás juegan en la liga”.
Steve se paró de delantero pero su corazón lo hacía correr de aquí para allá casi sin sentido. Estaba nervioso y enseguida se quedó sin aire. Le pedía al cielo no hacer papelones aunque sus esfuerzos eran en vano. Sus eventuales compañeros de equipo no entendían mucho hasta que escuchó un acento del norte que lo llamaba por su nombre.
– ¡¡¡Steve, toma!!!
Steve recibió un pase de Alvin Martin, e hizo circular el balón correctamente.
Esa fue la cuota de confianza que necesitaba. Pudo recuperar el aire y empezar a entender un poco lo que estaba pasando a su alrededor. Nada le importaba más que disfrutar ese momento. El partido ya estaba 4-0 a los 71 minutos cuando el ahora más que nunca loco Steve recibe un balón entre dos defensores en posición de centrodelantero. Logra parar el balón con pierna izquierda y ante el cierre del arquero del Oxford remató con derecha con todas sus fuerzas.
El silencio en el estadio fue notorio y por eso el sonido del cuero impactando en el nylon de la red que se infló más que en cualquier otro gol que se haya convertido en la historia del fútbol, se escuchó en toda la cancha. Steve queda ciego unos segundos. Ciego de gloria. Es el momento más sublime de la historia del mundo por lo menos para él que ama al West Ham más que a nadie. El paroxismo; ese segundo lo era todo. Corrió hacia el rincón donde estaban sus amigos y lo vio al gordo Buzz que extendió sus brazos lo más que pudo para alcanzar los de Steve que parecía volar.
Nunca nada fue tan cruel como el silbato del árbitro ese día en ese instante. Cuando Steve lo escuchó detuvo en seco su carrera, cerró los ojos y, cuando los volvió a abrir, por el rabillo pudo observar un brazo en alto. Era el línea marcando el fuera de juego.
¿Cómo tanta gloria, tanta felicidad que no era capaz de entrar en un cuerpo humano, en su corazón hammer, puede quedar hecha trizas en un lapso de tiempo tan insignificante? En 30 segundos tan sublimes que murieron antes de nacer. Steve caminó tranquilo pero firme en busca del árbitro Gallagher, apoyó sus manos en sus hombros y acercándose lo más que pudo para que esa historia quedara entre ellos dos le dijo:
– Has jodido el sueño maldito, hijo de puta.
El juez, que a esa altura ya había entendido de qué iba la historia, lo miró y no pudo hacer otra cosa que esbozar una tibia sonrisa y transformar el gol mas importante en el partido menos importante, en un simple tiro libre.
Dos días tardó la historia en salir a la luz en el periódico The Sun gracias a las 3 fotos que le había sacado el fotógrafo oficial del West Ham, pero no trascendió mucho más allá de su calle, de su bar, de sus amigos y sus padres que se enteraron de todo al ver la doble página dedicada al niño rebelde de Rushden.
Después, como todo, el cuento se terminó. A Steve no lo contrató el West Ham. Ni siquiera se pudo llevar de recuerdo la camiseta con el número 3 que tan bien supo defender. Todo terminó en anécdota de pub entre esa mezcla de olores de cerveza caliente y tabaco. La hazaña de un tal Steve Davies quedó dormida por años.
En 2010 el periodista inglés Jeff Maysh decidió que valía la pena contar la historia de un loco de Rushden que un día saltó de la grada al campo de juego convirtiendo en realidad el sueño de miles de millones de hinchas en el mundo. Movió cielo y tierra para encontrar a Steve. Mandó cartas a todos los Steve Davies de Inglaterra con una pregunta mágica: «¿a quién remplazaste en aquel partido de 1994?».
Tras esperar meses sin noticias, un día llegó la ansiada respuesta: Lee Chapman.
Era el 2013 cuando por fin la historia que había dormido desde 1994, y que parecía que ningún príncipe la despertaría, por fin vio la luz, y pasó de ser conocida en una esquina escondida de Rushden a ser famosa en The Boylen Tavern, el bar donde se juntan los hinchas de los «hammers» a pocos pasos del estadio del West Ham, y en todo Londres y más allá también.
Steve consiguió la fama que no había tenido en aquel lejano 1994. Fue invitado a algunos programas de televisión y su relato rápidamente corrió entre los buscadores de historias. Dos meses más tarde de la publicación de Maysh, Harry Redknapp presentaba su autobiografía “Always Managing”, y obviamente no podía estar afuera la anécdota maravillosa de aquel día y por eso Steve fue invitado a la presentación del libro.
Al finalizar el evento y con una sala prácticamente vacía, Steve se acercó a Harry un poco tímido y otro poco inseguro de que lo reconociera. Al verlo Harry no se sorprendió pero sí le dedicó una gran sonrisa y un fuerte abrazo. Al soltarlo le pidió a un asistente algo que tenía especialmente guardado para él. Un ejemplar de su libro con una dedicatoria muy especial: “Jugaste mejor que Chapman…”.
- AUTOR
- Horacio Ojeda
Comentarios