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El Mejor De Mis Pecados
El sujeto estaba con unas ojeras que bien podían peinarle las rodillas. El cuarto exhibía lagañas de oscuridad inundando las paredes. O quizás era una ilusión de su extenuada óptica, víctima de una noche insomne. Estaba planeando lo que sería el peor (el mejor) de sus pecados. Sudaba frío, se reconocía ensuciado por no haber abandonado su atuendo desde que llegó a la habitación de ese hotel. Hacía trece horas que vestía de traje, con su corbata desalineada y las mangas desmedidas, arrugado y corrompido por sus vaivenes en aquel cubo, decorado con recortes, papeles y vasos vacíos. Era un único cerebro planificando el fin de sus tiempos.
“Pasar a la cabina no es fácil”, pensaba. “Estamos a altura crucero, y ahí pido pasar para saludar a los pilotos. Betty me va a dejar, porque yo ya hablé con ella de que me gusta saludar a los pilotos, de que es mi cábala”. Betty es Betty Schiaffino, una azafata que había conocido azarosamente en un vuelo anterior, y que sabía que formaría parte de la tripulación del vuelo que, en caso de lo peor, los llevaría de nuevo a casa. Claro que Betty no sabía las intenciones reales del sujeto.
“Hablo con Betty, me deja pasar… pero para eso tenemos que tomar sí o sí el vuelo 397, porque hace la ruta al norte”. Tejía en su cabeza una táctica maestra con notas al pie algo chabacanas. El no dormir lo había despojado de cualquier lenguaje técnico. Pero el plan era brillante. La ruta al norte le permitiría estrellar el avión en un terreno descampado en el norte italiano, en donde, se había asegurado, no habría víctimas en tierra.
“Porque hablé con Tito”. Tito es Tito Racontami, mozo del bar donde había cenado anoche, y transeúnte de cada rincón del país en forma de bota. Él le había dicho que ni las hormigas deambulaban por aquel rincón aislado.
– ¿Se podría estrellar un avión allí sin víctimas en tierra?
– Pero claro, camarada – respondió Tito, creyendo que era una broma.
“No voy a lastimar a los pilotos. No. Les voy a decir que vayan a saludar a los jugadores, que necesitan ánimo. Betty me dijo que todos los pilotos de la aerolínea son futboleros. Sí, que vayan al sector de los pasajeros para ver a los jugadores. Yo me quedo atrás. Y me encierro en la cabina. Héctor me dijo que en estos aviones se puede trabar desde adentro el ingreso”.
Héctor era Héctor… Bueno, no recordaba bien el apellido. Pero era un conocido de un primo suyo, conocedor nato de la aeronáutica. Y en una charla trivial años atrás le explicaba cómo las cabinas de ciertos aviones tenían clausura desde adentro. Nunca creyó que ese dato le serviría para poner fin a sus vidas.
Se sentó a los pies de la cama. Primera vez que reposaba en muchísimo tiempo. Contempló el plan. Por un momento pensó en su familia. Patrañas. Cuando se habla de ganar o perder, no hay misericordia. No hay medias soluciones. No podía conceder volver a su tierra sin su cometido. Mejor desintegrarse, literalmente. Pensó en sus jugadores. En si no tienen el derecho a saber de tal fatídico final. Inevitable, claro. No, no debe advertirles. Algo sabía de psicología. Cuando el secuestro de la aeronave esté efectuándose, una vez seguro en la cabina, avisaría por el altavoz lo que sucedería. Con voz calma y esclareciendo que el fin es irrebatible. Que el final no sea caótico, que sea digno.
Previo al siniestro, tendrían todos exactamente una hora y diez minutos –había hecho los cálculos él- para rezar, pensar en sus familias o consumir algún licor que reduzca el impacto de la muerte. El sujeto se encargaría de dejar en claro sus motivos hablando en su área, para que la caja negra tome sus palabras. Nombraría a cada familia de sus jugadores. Nada de resentimiento, todo paz. Una salida de la existencia prolija y efectiva. Sin cuentas pendientes.
El avión se aproximaría al terreno elegido y ahí él gritaría algo. Todavía no había pensado qué sería. Pensó en algo patriota. O en agradecerle a alguien. O putear, mejor. Todo esto antes de que el enorme bicho punteara a su final, el pastizal se hiciera cada vez más claro y el impacto de la trompa lo revoleara por los aires para…
– ¡Carlos! ¿Qué hace todavía despierto?
– Nada, nada Diego.
– ¿Prepara el partido de mañana?
– … si quedamos afuera tenemos que tirar el avión abajo, Diego.
– Dele Carlos, no embrome con eso. Torre un poco, le va a venir bien
– Sí, dale. Ahí voy.
Feliz cumpleaños, Doctor.
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- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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