América
Esto no podía pasar pero pasó
La derrota es una mierda. Es ese patovica que no nos deja entrar al boliche alegando derecho de admisión, esa mujer que nos delata que sus sentimientos difieren ampliamente de los nuestros o ese crudo ‘desaprobado’ prolijamente tatuado en lapicera Parker que nos vaticina un aplazo hacia alguna desolada mesa de Diciembre, Febrero o Marzo. La derrota es un tema a tratar en la hoja de ruta de nuestra existencia. ¿Lo más nefasto de ella? Que es posible. Está en algún rincón del abanico de posibilidades en cada emprendimiento que encaremos. A veces siento que es un tanto naif el intento de camuflar el golpe de knock-out a nuestras esperanzas de acariciar el lado suave de la realidad con reflexiones nocturnas acerca de las facciones positivas de la crisis.
Pido por favor que se exonere a estas líneas de un pesimismo barato. No es el objetivo. La idea de este escrito es simplemente modular una catarsis sobre ese impacto profundo que implica la colisión de sólidas expectativas contra una arrasadora realidad hermanada con la caída: ‘No me puede ir mal con esta mina’, ‘No puedo desaprobar este examen’, ‘No podemos seguir llevándonos mal’… ‘No podemos perder esta final’. Todos hemos transitado, en nuestra mente, oraciones idénticas o parecidas a estas. No se trataba de una trampa del ego. Era un intento de creer que, por una fuerza religiosa, natural, del destino o el actor que seleccionemos, era impensado que la derrota apareciese en nuestro guion. Hasta que un hecho nos desnuda en la cara que hay cosas que no pueden pasar hasta que suceden. Nuestra inmunidad a que todo no fuera una melodía ideal y perfecta se ve vulnerada. Y la vulnerabilidad duele. ¿Por qué? Supongo que porque nos hace entender a la fuerza que no somos tan especiales como creíamos, que en conclusión sangramos, que la felicidad es intermitente, que la muerte existe, que el final feliz tiene más de final que de feliz y que a pesar de que nos aferremos a la falsa posibilidad de que todo saliera mal, mañana el sol saldrá de nuevo y la existencia seguirá circulando, estemos o no con una sonrisa en el rostro.
En una sociedad donde el fútbol es un vital orquestador de pasiones, ideologías e incluso formas de vida, es algo potable pensar en la enorme influencia que tiene él en la misma. La aureola de pensamientos que deja la redonda en el pensamiento del colectivo es notable, sea por la mística, por las anécdotas, por los ídolos, por un título o por el simple hecho de ponernos las emociones al descubierto con solo rememorar algún hecho amañado al verde césped, la cancha y los cánticos. Quien les escribe esto tiene 19 años y jamás vio a su Selección ganar un título. A medida que tomaba retazos de consciencia estable, recuerdo solo finales perdidas. No es una recriminación. Son cosas que pasan. ¿Cómo voy a enojarme, si no conozco otra cosa? Existe la historia, por supuesto. No es aspiración mía minimizarla.
Dicho esto, la generación que me engloba, parte de sus antecesoras y todas sus consecutivas, desconocen ese nivel de festejo nacional en carne propia. Si a nuestros padres los marcó el heroísmo de Diego Maradona durmiendo en una pieza destartalada en el Distrito Federal para luego clavarle el gol de la era a los ingleses, si nuestros abuelos estrenaron el sentir de campeón mundial en nuestro país mientras veían cómo Daniel Bertoni hacía besar al balón con la red, la porción que nos queda a nosotros, ‘los hijos del neoliberalismo’, ‘la generación YouTube’, ‘los pendejos que están todo el tiempo mirando a un celular que tira ruidos para todos lados’, es la lección, la entorpecida enseñanza, de una Selección que nos enseñó que perder es imposible hasta que se pierde. Que no existe un cómodo colchón bañado en pétalos donde desplomarse plácidamente al final del recorrido: Tener a los mejores no implicó ser los mejores.
Ni en la película más malévola cabía el hecho de arribar a siete finales y que, sepultando todo el esfuerzo, emoción y expectativa que acarreaba el camino hacia la sala de embarque del triunfo, todas serían perdidas. Pero la realidad empujó esa cruel fantasía hacia el campo de lo posible. Pasó. Y no fue ficción, fue real. Tan real que asusta. Eso es lo que siento que la Selección nos ha dejado a quienes tenemos la vitrina de títulos nacionales de nuestra mente completamente desierta. ¿Qué hay más allá? ¿Desconfianza, deseos de saldar una cuenta pendiente, tristeza y nada más, un nuevo comienzo? No lo puedo deducir. Solo atinamos a entender que somos inmunes. Y no está mal que lo sepamos. Pero esta no era la manera. Esto no podía suceder. Pero sucedió.
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- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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