Argentina
Gabino Sosa, un retrato de época
Hacía el mismo recorrido cada día. Dejaba su trabajo como ferroviario y caminaba hasta el club, donde comenzaría el entrenamiento unos minutos más tarde. A tranco lento, saludaba a cada vecino que se acercaba a la vereda y hasta se animaba a compartir un mate, una charla, o hasta una copita de vino. Seguía su curso natural en el barrio Tablada, donde se juntaría con sus compañeros. Eran los comienzos del Siglo XX y Gabino Sosa, ídolo de Central Córdoba de Rosario, ya comenzaba a ser todo un símbolo en la ciudad.
Los ojos un tanto achinados, la raya al medio, el pelo cayendo a los costados y la nariz ancha. Era un goleador con clase que aparecía por cualquier sector y acostumbraba a regalar goles más que hacerlos. Brindaba asistencias por doquier y no acumulaba cifras solo en ese rubro, sino que también rompía redes. Siendo unas de las principales figuras del amateurismo, fue determinante para que su club se posicione desde temprano por detrás de los dos colosos, Rosario Central y Newell’s.
Gabino terminaba su entrenamiento y se quedaba en el club, dispuesto a observar las actividades de las divisiones menores y colaborar con su crecimiento. Acompañó el desarrollo de jugadores como Vicente de la Mata y Waldino Aguirre, que unos años después y cuando Sosa ya era veterano, debutaron y dejaron grabado su nombre en el fútbol rosarino y nacional. Se transformó en un formador de talentos, en paralelo al goleador que mostraba su faceta desequilibrante cada fin de semana. En el club, su figura dejaba una estela que sobrepasaba claramente a la condición de jugador insignia.
La capacidad del “payador de la redonda”, tal su apodo y título del libro que escribió el historiador Julio Rodríguez, iba más allá de la cinta de capitán o líder de vestuario. Tomaba mayores atribuciones que las que podía tener como representante del equipo y hasta se inmiscuía en las labores del entrenador, los técnicos de inferiores y la directiva. Se mostraba como un tipo cercano al pueblo, un laburante que, conforme al paso del tiempo, mostraba un camino a seguir. Junto a Central Córdoba, crecían de la mano en tiempos inaugurales del fútbol, ya que él llegó cuando el club sólo tenía diez años.
Poco le interesaban las retribuciones económicas. En su carrera, que duró poco más de dos décadas, la mayor cantidad de tiempo la atravesó en el amateurismo. Sin embargo, fue uno de los hombres fundamentales en el crecimiento del fútbol en el pueblo. Sosa se erigió en actor principal del desarrollo social y deportivo del club, que junto a otras instituciones de la ciudad (algunas de ellas ya desaparecidas) afianzaron el carácter pujante que impregnaba el fútbol en la piel de la sociedad. Crecían las masas, los clubes tenían cada vez mayor popularidad y el delantero “charrúa” era un gran ídolo que dejaba su marca.
“Me trataban tan bien, me querían tanto y yo quería tanto a Central Córdoba, que para mí no había otra cosa en el mundo que jugar ahí”, dijo Gabino ya en tiempos de profesionalismo. Jugó toda su carrera en el club de Juan Manuel de Rosas y Virasoro, salvo por una temporada en la que debió viajar a Córdoba para hacer el servicio militar y se sumó a Instituto. Allí también fue partícipe del crecimiento de varios chicos que, años más tarde, le dieron el sobrenombre de “La Gloria”, al equipo albirrojo.
Pero su sello estaba impregnado en Rosario, donde forjó un estilo de juego para el lugar en el que era un héroe. Hizo que su equipo y las categorías que seguían jugasen con la pelota al piso y se unan a través del pase, una manera asociativa de actuar en el campo que se hizo tradicional en el club por años. Gabino Sosa había alcanzado tal identificación con la camiseta que salir o dar un salto en su carrera no estaba dentro de las posibilidades. Como si el estadio o la historia del club desprendiesen un aroma del que es imposible despegarse, su figura se emparenta mucho a la de otro ídolo, Tomás Felipe Carlovich.
En tiempos donde los contratos no existían, del dinero en el fútbol no se hablaba con cotidianeidad y la palabra primas estaba lejos de ser parte del vocabulario rutinario, el payador era un símbolo. No le interesaba cobrar por jugar al fútbol y tenía su trabajo, al que retornaba cada día y al que volvió una vez abandonó el fútbol. Una vez llegado el profesionalismo, los dirigentes le ofrecieron un contrato en blanco y dinero para tomar un vermú en el bar cercano, pero él hizo una contraoferta. Lo único que quería eran dos muñecas para sus hijas; las tuvo, las abrazó y se fue llorando a casa.
Sus goles y asistencias se tradujeron en campeonatos. Central Córdoba conquistó cuatro veces el título de la liga rosarina mientras duró la carrera del delantero, entre 1916 y 1936. Es decir, su trayectoria comenzó 15 años antes del profesionalismo y acabó cinco después. La copa más importante que obtuvieron fue la Beccar Varela de 1934, única de carácter nacional que ostenta la entidad, en la que participaron equipos rosarinos, santafesinos, cordobeses, de Buenos Aires y uruguayos. La calidad del hombre en cuestión ya era conocida por los aficionados nacionales al fútbol, aunque en paralelo su trascendencia tomaba mayor lugar con el título.
Formó parte de los seleccionados rosarinos que jugaban contra equipos europeos que cruzaban el océano y realizaban giras en nuestro país, como el Chelsea o Plymouth ingleses o los españoles Espanyol y Barcelona. También fue clave en los enfrentamientos clásicos entre Rosario y Buenos Aires y tuvo su lugar de gran relevancia en la Selección Argentina. Jugó amistosos ante equipos internacionales, pero su mayor logro estuvo en la consecución del Sudamericano (hoy, Copa América) de 1921, por la que fue homenajeado junto a otros rosarinos en el teatro La Comedia. Años más tarde, le hizo cuatro goles en un mismo partido a Paraguay.
Central Córdoba era su lugar en el mundo. Lideraba cada equipo con el paso de los años y era el nombre saliente de cada delantera. Los hinchas, en uno de los actos de amor más grandes, le regalaron una casa en la que vivió hasta el día de su muerte, en marzo de 1971. No hacía mucho tiempo que había dejado de ir a la cancha, una costumbre que no abandonó después de colgar las botas. El fallecimiento de su mujer lo golpeó duro y él dejó de cuidarse. Hoy en día, la mole de cemento en la que cada año se renuevan las ilusiones lleva su nombre, y un busto suyo saluda a cada visitante en la entrada.
Sosa dedicó su vida al club, al carácter lúdico del juego y al crecimiento de las generaciones que le siguieron. Era un hombre cercano, al que no le interesaba la retribución económica y regalaba magia y goles por doquier. Su ascendencia fue más allá de los campos de juego, su apellido fue un retrato de época y le dio nombre a una calle de la ciudad. Podemos pensar que es el mayor exponente de la historia de un club, pero de ninguna manera Gabino es solo eso. Un futbolista que rompió las fronteras de lo que se conocía.
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- AUTOR
- Nicolás Galliari
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