Calcio
Giuseppe Meazza, el osario que no fue
El cielo comenzaba a pardear en la fría Milán, un petiso bambino descalzo y con los pies sangrantes caminaba por las enigmáticas calles de una ciudad de longeva historia. Un chico tristón que había perdido a su padre por la vorágine de la Primera Guerra Mundial que para él resultaba incompresible en su infantil presente. Lo que sí sabía era que añoraba jugar al fútbol y que, pese a la insistencia de su difunto padre, nunca cargaría con un arma. Ensimismado en las vicisitudes de su cotidianeidad, no se percató que delante suyo se apilaban cientos y cientos de cráneos humanos hasta formar un retablo tétrico. La impresión del joven Giuseppe fue tal, que salió corriendo a toda prisa de la iglesia de San Bernardino Alle Ossa.
La noche llegó y con ella un espectáculo que el bambino no pudo apreciar. Poco a poco una osamenta cobró vida, se trataba de una niña fallecida hacía cerca de 100 años, víctima de la lepra y que hoy bailaba sin parar. Era el 2 de noviembre de 1920, y el miedo que Giuseppe sintió tampoco le permitió ser testigo del lienzo de Sebastiano Ricci que acompañaba al osario (lugar donde se entierran los huesos que se sacan de las sepulturas). En él, la figura rutilante de Santa María Addolorata parecía querer salvar a las cientos y cientos de almas perdidas en una ignominiosa y devastadora lepra. Gracias a ella, a Santa María, esas almas alcanzarían su triunfo ante la muerte.
Precisamente un triunfo ante la muerte sería lo que la naciente selección de Italia buscaría en el primer Mundial en el que participó. Cconocida de sobra es la frase que pronunciara una tarde gélida de 1934 el líder fascista Benito Mussolini, «Vincere o morire», que obligaba a Italia a alcanzar el título en su Mundial.
Esa selección estaba dirigida por Vittorio Pozzo, y liderada en el campo por el extraordinario Giuseppe Meazza, protagonista de esta nota y quien, para Pozzo, tenerlo en la cancha significaba «ir ganando 1-0».
El maestro de las definiciones arribó a la Copa en plenitud, ya como un ícono del Ambrosiana (hoy Inter de Milán) y en calidad de centro delantero titular de la Azzurra. Sin embargo, el Mundial le llegó en una crisis de confianza que le llevó a replantearse su participación en el mismo, puesto que acumulaba ocho encuentros sin anotar con su club.
Pozzo le convenció de participar y le recomendó retrasar su posición en el campo en favor de Enrique Guaita, situación que a la postre terminaría favoreciéndole a ambos. El primer rival sería USA, al que le endosaron un 7-1, el Balilla puso fin a su sequía goleadora al batir por séptima vez a Julius Hjulian. Ya con el descargo emocional de encontrar nuevamente las redes, se lo vio más suelto ante la poderosa España de Isidro Lángara y Ricardo Divino Zamora. Aunque Italia no pasó del empate, la presencia de Giuseppe en este encuentro de cuartos de final fue vital, no por su talento o su facilidad goleadora, sino porque intervino en un choque con Zamora, que no pudo evitar el gol de Giovanni Ferrari. En esa época, si persistía el empate en el marcador, se jugaba una prórroga, tras la cual no sucedían los penales, sino que se jugaba un replay (tipo FA Cup) unos días después; con Zamora fuera de combate y otros tantos jugadores españoles sin poder participar a causa del ríspido juego italiano, el favoritismo de La Roja disminuyó y la ilusión de acceder a las semifinales se diluyó definitivamente cuando, a los 11 minutos, Giuseppe Meazza horadó la meta de Juan Nogues para poner las cifras definitivas del match.
En el horizonte aparecía la maravillosa selección austriaca. El «Wunderteam» terminaría sucumbiendo 1-0 en Milán ante la convencida y batalladora selección local. Así llegó el momento de dirimir al campeón. Checoslovaquia sería el rival y un mermado Giuseppe Meazza (que había sido lesionado ante Austria, al punto tal de cojear copiosamente) encararía la primera de las dos finales mundiales que disputó. Es en esas ocasiones puntuales en las que se diferencian los grandes equipos de aquellos que se harán leyenda. Con un 1-0 abajo arribando a los 75 minutos, Italia gestaría su impronta de referencia mundial al conseguir una remontada histórica. Primero fue el oriundi Raimundo Orsi el que se beneficiaría del juego asociativo de Meazza para conseguir el 1-1 transitorio a los 82 minutos. Finalmente y ya en la prórroga, el estadio Nazionale de Roma se vino abajo cuando Meazza tomó el balón, abrió para Guaita y este encontró a Angelo Schiavio para que marcase el 2-1 definitivo. Italia era campeón del mundo.
Dicen que los arbitrajes fueron tendenciosos, que con semejante presión Italia debía campeonar, se dicen muchas cosas. Lo cierto es que Italia se amparó en la cancha a la personalidad de un conquistador, en ese ya lejano 1934. Giuseppe Meazza ejerció como en el óleo de Sebastiano Ricci, de Santa María Addolorata, evitando que tanto él como sus compañeros terminaran formando un nuevo osario para la ciudad de Milán. Meazza fue condecorado como el mejor jugador del Mundial.
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- AUTOR
- Abda Barroso
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