Fóbal
Hooligans: Es la pertenencia, estúpido
Navegar por internet con el afán de informarse sobre Hooligans es una tarea que rápidamente tiende a encuadrarse en lugares comunes, desembocando en el extenso operativo social, político y judicial que las fuerzas de control británicas ejecutaron para adormecer, neutralizar o, netamente, liquidar el accionar delictivo que desenvolvían los mencionados. Las maniobras llevadas a cabo fueron encabezadas en los años 80’ por la propia Primer Ministra, Margaret Thatcher. No se trató de una medida preventiva, ya que con dos tragedias consumadas se dio el encendido de la alarma en las esferas de poder del Reino Unido: La de Heysel y la de Hillsborough.
La primera se dio en 1985, cuando se disponían a jugar la final de la Copa de Europa la Juventus y el Liverpool. Dicha ciudad belga acuñaba a los equipos protagonistas, los cuales serían testigos de una de las mayores atrocidades jamás sucedidas en un estadio de fútbol. En primer lugar, seguidores ingleses e italianos se encontraban ciertamente ensalzados por un auge sensacionalista que empujaba a aquella final como una especie de partida definitiva entre dos estilos de juego y, en efecto, dos naciones. El hooliganismo caminaba impune las calles de Reino Unido al ritmo de latas de cervezas pisoteadas y consignas nacionalistas. El partido aún no comenzaba, pero la borrachera, el nerviosismo y el odio acérrimo por cualquier espectro diferente a la construcción hooligan generaron una estampida de hinchas del Liverpool que comenzaron a agredir a seguidores de la Juventus, buscando vulnerar vallados y cordones de seguridad para corromper cualquier rincón ajeno a su filosofía. Las corridas, ofensivas y defensivas, ocasionaron un descontrol total que desbordó al operativo de seguridad. Asfixiados y aplastados, 39 personas perdieron la vida, en su mayoría italianos. Tamaño desenlace desenvolvió sanciones para el fútbol inglés de tal tamaño que minaría cualquier proyección propia fuera de su propio país por el resto de la década del 80’: Ningún club inglés pudo participar de competiciones europeas por cinco años, debilitando fuertemente el atractivo futbolístico y comercial de la liga.
Hillsborough significó el último aliento del hooliganismo antes de que Thatcher y sus secuaces construyeran una muralla judicial y burocrática en torno al auge Hooligan. 96 personas perdieron la vida en 1989 en un partido por la Copa de Inglaterra que enfrentaba al Liverpool y al Nottingham Forest, donde un estadio sobrexplotado de aficionados, complementado con las malas condiciones del mismo y un pésimo accionar policial para contener los primeros desmanes, fue participe de una avalancha humana que dio cuerpo a la tragedia. Este caso está catalogado como un fallo monumental de las fuerzas policiales que debían moderar la seguridad del cotejo, pero a vistas de la élite gubernamental, fue una nueva evidencia de que solo medidas drásticas alejarían al fútbol inglés del espectro de violencia y muerte en que se encontraba inmerso.
Los planes de Thatcher tenían una premisa: Alejar a los vándalos del fútbol mediante el hecho de tornar a este como un deporte de índole más familiar, por no decir de carácter exclusivo. El derecho de admisión tomó un carácter sólido, y propagó en cada estadio la prohibición exhaustiva de alcohol. Ni hablar de drogas ilegales. Conseguir un ticket comenzó a ser una actividad, en algunos estadios, que implicaba revisión de antecedentes penales. Los precios de las entradas aumentaron. El entrenamiento policial comenzó a tener ramas específicas para neutralizar Hooligans. Células del servicio secreto instalaron a diversos infiltrados en facciones problemáticas, desarticulando su accionar. Se produjeron reformas estructurales en los estadios, promoviendo el hecho de que todo aficionado esté sentado. Se trató de un trabajo exhaustivo que no dejó ningún cabo suelto. El progreso fue inminente y gran parte del fenómeno fue erradicado. Todo lo anteriormente mencionado reside en el Informe Taylor, encabezado en 1990 por Peter Murray Taylor, jefe de justicia supremo de Inglaterra y Gales en aquellos tiempos. Aquel documento posee un carácter de biblia en torno al combate y neutralización de grupos rebeldes y problemáticos en el ámbito del fútbol.
La mayor reputación hoy en día la tienen los seguidores del West Ham y del Millwall Football Club.
Dan Rawley es un joven periodista deportivo inglés originario de Sheffield. Fue mediante intercambio de material en Twitter en donde lo conocí hace tiempo. Con el afán de saber más sobre los Hooligans, me dispuse a charlar con él en búsqueda de orientación: “Es un hincha que lucha en las calles antes o después de un partido. ¿Contra quién? Con hinchas de otros clubes. En los años ’80 y ’90 fue cuando la situación estuvo más grave. Hoy en día es mucho más tranquilo que en otro momento. Hubo y hay una cultura del hooliganismo. La mayor reputación hoy en día la tienen los seguidores del West Ham y del Millwall Football Club. Los hinchas sienten que tienen el derecho para luchar. Hay organizaciones de hinchas, donde ellos se administran. Yo creo que no les interesa el fútbol. Solo les interesa luchar con otros seguidores. Estas personas no vienen por el deporte, sino para eso, para pelear”.
Las palabras de Rawley fueron un sendero para entender que el ente Hooligan no era solamente dispersos sujetos cargados de odio buscando perturbar el orden. Ni que tampoco este asunto se resumía a una disputa de egos. Reputación, derecho, organización… Comienza a dibujarse una estructura en forma de sistema, y dentro del mismo, surge una jerarquía. Según la perspectiva, hay mejores y hay peores. Hay también un modus operandi, un protocolo que a su manera orquesta el crear un escándalo. El periodista inglés acopla un paneo de la actualidad: “La violencia hoy no tiene lugar. Los verdaderos hinchas solo quieren ver un partido de fútbol. Hoy es solo un pequeño grupos de hinchas quienes perturban el orden. La mente de los seguidores ha cambiado. Ya no es vista como algo atractivo una persona que inicia una lucha. Desde los 90’ que ese comportamiento dejó de ser aceptable” dice Rawley, y enlaza: “Cuando un desastre como Heysel pasa, el país entero tiene una opinión que cambia todas las cosas. Cuando todo un país creé que es algo malo e incorrecto la conducta Hooligan, el comportamiento cambia.”.
Es una realidad. El envión político que comandó Thatcher tuvo un enorme consenso nacional, potenció su plataforma y se trató, en mayor o menos medida, de una cooperación colectiva. La muerte y la tragedia aproximan (o directamente se hunden) en el hartazgo y en la indignación social. Rawley remata: “Los objetos que causan violencia, partiendo de la cerveza, se prohibieron en los estadios. Las oportunidades de violencia son pequeñas. Hoy es difícil ser un Hooligan”. Volvemos a lo mencionado anteriormente: No se combatió a un grupo de violentos dispersos en el mapa británico, sino que se luchó contra un sistema, se buscó quebrar a una jerarquía y se intentó adormecer a una forma de vida. El ser Hooligan no es un pasatiempo, o una especie de doble vida cual purga donde uno descarga las frustraciones rutinarias. Fue (y es) una forma de ser. La prohibición de cerveza, por ejemplo, no fue solo el impedir el consumo de alcohol para que las borracheras no generen disturbios de ebrios. Se trató de descomponer, de borrar, un elemento clave de la cultura Hooligan. Ahora bien, ¿cuál era el motor de aquellos sujetos involucrados en la vida Hooligan? ¿Contra qué se rebelaban? ¿Y a quién respondían? ¿Cómo es que perduraron décadas y que a sorbos de cerveza, violencia nacionalista y marginalidad crearon una identidad propia?
En una entrevista a la BBC, Cas Pelans, antiguo hooligan del West Ham, relató sus inicios: Netamente era aprovechar la tensión previa del match para que algunos insultos se transformaran en agresiones físicas. Repartir algunas piñas le valía a Pelans unos cuantos tragos gratis de whisky en una cantina amiga. Y junto a los premios, vino al respeto. Y como una especie de subcultura a la hinchada ordinaria, él empezó a tener sus propios seguidores. El combustible para sostener a su propio nombre fue la violencia que ejecutaba y coordinaba: «Te sientes frenético por semanas. Todavía siento una cosquilla cuando pienso en eso. Quieres tener más y más, porque se vuelve excitante, es adictivo. De repente tienes una nueva sociedad, un nuevo equipo, porque uno crece con las reglas de otros, las de tus padres, las de la escuela. Y de pronto vos estás haciendo las reglas«. Tamaña afirmación bien podría correr en las circunstancias de El Club de la Pelea, condimentado con la verborragia resacosa de una humeante cantina británica. Excitación seguida de adicción, claramente el Hooligan es un sistema, el suyo, sus reglas, dentro de un sistema, la violencia Hooligan, conviviendo a los empujones y golpes en el universo del fútbol, como una especie de mancha rebelde que no solo no se quita, sino que cada vez inunda más y más tela.
El estímulo fue uno, la excitación del combate, y el premio tenía carácter similar, el encantador y adictivo aroma del respeto. Con esa premisa, el fenómeno Hooligan comenzó a ser moneda corriente en facciones de distintos equipos, sin importar la categoría en que estos jugasen. La arteria que residía su accionar en la violencia en el fútbol comenzó a ramificarse en el contrabando, el robo organizado y delitos menores en diversos puntos de Gran Bretaña.
La trama sociopolítica no es esquiva al génesis del fenómeno Hooligan. A la par de su gestación, Inglaterra era un país que comenzaba a flaquear en sus políticas económicas afines al keynesianismo. La década del 70’ culminaba con un fuerte descontento de los sindicatos, huelgas por doquier, inflación y desempleo en alza. El resultado era la implosión del Estado de Bienestar craneado por el ex Primer Ministro entre 1945 y 1951, Clement Attlee, y el ascenso al poder de una Thatcher que adormeció la influencia estatal y comenzó a lidiar con capitales privados. En la transición, millones de ingleses desempleados protagonizaban la furia social, desencantada con las antiguas promesas de una superpotencia que se encontraba con sus alas rotas, amén de débiles gestiones económicas.
El fútbol comenzó a ser refugio para ciertas corrientes políticas con tendencia al extremismo, entremezclando al fenómeno Hooligan por un lado con facciones de extrema derecha, afines al nacionalismo y al movimiento skinhead. Las intensas campañas de los equipos y diferentes instituciones contra el racismo se entrelazaron con un futbol tan diverso racialmente como el inglés, afortunando su suerte mediante el aproximar a aquellos sectores extremistas de derecha a un merecido ostracismo. Los 70’ y 80’ también fueron testigos de facciones de izquierda que se aproximaron al fútbol británico, penetrando parcialmente la subcultura Hooligan. Obreros frustrados por un país con una economía en picada se afiliaban a las disputas que en diversos casos tuvo como objetivo a los oficiales de policía. El apoyo de hinchas a huelgas y reivindicaciones de trabajadores también se dio en diferentes puntos de Gran Bretaña. Sin embargo, pasear nuestros ojos por tendencias políticas no basta para explicar la vida de un Hooligan. Ya mismo rezan las palabras de Cas Pelans, cada uno hace sus propias reglas. Es un sistema anti-sistema, una encrucijada anárquica pero con una jerarquía que les permite crear el desorden sin ser el desorden. ¿Y que mantiene a los puntos encolumnados detrás de una misma orientación, sea destruir al rival o tomar una cantina por la fuerza? El respeto.
Yo soy Chelsea, yo soy West Ham, yo soy mejor, no vos
Estaba claro que aún faltaban piezas del rompecabezas para comprender el itinerario histórico que habían delineado los Hooligans, movimiento uniforme en sus escándalos pero disperso en diferentes partes del mapa británico, interactuando y desenvolviéndose ante distintos rivales y objetivos. Contacté por redes sociales a John Brewin, un experimentado periodista inglés que se desempeña como redactor en el sitio web de ESPN. Londres fue testigo de cómo la comunicación telefónica con Brewin se empecinaba en desenmarañar las tácticas y vaivenes de los Hooligans: «Existen ciertos grupos de seguidores que exhiben un fuerte nacionalismo, mostrando que tan orgullosos están de ser ingleses, mostrándose agresivamente nostálgicos respecto a como Inglaterra solía ser cuando ellos vinieron al mundo: Un imperio. En el Chelsea, el Millwall y en algunos equipos del norte, como Burnley, levemente algunos de estos factores se mantienen. Pero en general la tendencia Hooligan es establecerse como apolíticos. Esto no quita que en los ‘70 y ‘80 el fenómeno haya sido un canal de expresión contra la situación económica inglesa, por la inflación y el desempleo. Existió una bancarrota social. El fútbol era y es un reflejo de la sociedad. Pero insisto, no se trató de un movimiento político estructurado. En esencia, es un grupo de sujetos embriagándose y drogándose buscando una pelea. Porque lo disfrutan. Disfrutan ser parte de ese grupo.»
Comienza a vislumbrarse en este caso la bendición de pertenecer, de ser parte. Ahí puede que encontremos el motor de esta cuestión. Las reglas las instala uno mismo, pero la lógica Hooligan implica pertenencia, casi como una materia omnipresente para, justamente, ser parte de la subcultura. Brewin aporta: «La motivación Hooligan podríamos identificarla en un principio como un desafío al coraje propio. Pero el punto clave aquí es la identidad. Ser parte de algo. Un factor que a uno lo identifica frente a otras personas. El llevar algo como un orgullo, afín a la costumbre británica de, por ejemplo, ir de vacaciones a España, Italia o Francia y llevar puesta la camiseta de tu equipo. Mostrar ser parte de una tradición.». Luego Brewin mantiene la línea que Rawley nos explicaba con anterioridad, respecto a que el Hooliganismo hoy pertenece a intermitencias, no a un aspecto permanente de la realidad: «Debo decir que el fenómeno Hooligan ha disminuido, y es menor en comparación a lo que solía ser. Dicho esto, existe un antecedente cercano, la disputa entre seguidores del West Ham y el Chelsea, que ocurrió en octubre pasado. El estadio no estaba aún capacitado para tamaño espectáculo y eso se complementó con la clásica disputa entre facciones. En esencia, la clásica lucha: Los seguidores del West Ham gritan que su equipo es mejor, los del Chelsea contestan que ‘al carajo, Chelsea es mejor’ y comienza la disputa a ver quién es el más valiente y pesado de los dos. De eso se trata, ‘Yo soy Chelsea, yo soy West Ham, yo soy mejor, no vos’”.
Como un tótem que aparece al final de un recorrido para detallarnos los lares inexplorados de nuestro mapa, la conversación con Brewin comienza a tomar paralelismos con la realidad del fútbol argentino. ¿Es algo normal que las barrabravas estén vinculadas a los presidentes de las instituciones? ¿Acaso es insólito que un D’Onofrio, un Angelici, un Moyano o un Blanco le ceda entradas a un miembro de la facción? El periodista inglés afirma que esto es inconcebible: «Jamás ha sucedido que un presidente de un equipo le regale tickets a un grupo de Hooligans. Puede darse quizá en conjuntos muy pequeños. Pero la idea de que el dueño de un equipo esté vinculado de alguna forma con Hooligans sería en este país un enorme escándalo. Los presidentes de los clubes no suelen moverse en los mismos círculos que un Hooligan. Muchos ‘owners’ de la Premier League incluso suelen ser extranjeros, de Norteamérica, Medio Oriente o China. No me imagino a esa gente lidiando con Hooligans. Sería algo insólito«. Uno de los riñones del problema es una clara falla que perpetuamos con silencio cómplice en nuestro fútbol.
Brewin da un paso más adelante y comienza a detallar en que consistió la reforma del fútbol inglés. No se trató solo de estadios más seguros. Se buscó (y se logró) cambiar considerablemente al aficionado promedio que concurría al estadio: «Previo a la tragedia de Hillsborough, los hinchas solían estar separados del campo de juego mediante rejas. Tras aquel siniestro, existió una reforma total del fútbol inglés respecto a sus estadios. Un primer factor es que los mismos comenzaron a remodelarse para que todos los fanáticos estuviesen sentados (‘all-sit’), sin que ningún grupo tuviera que quedar de pie, descartando el antiguo modelo de gradas. Por otro lado, la clase demográfica de fans que concurren al estadio ha cambiado en el último tiempo. La gente que hoy va al estadio es de índole familiar, de clase media para arriba. Ya no es prioridad la clase trabajadora en los estadios, que solía ir a aquel lugar fin de semana tras fin de semana décadas atrás. Los tickets han aumentado mucho sus precios y los controles son más estrictos. La gente que va a un estadio de fútbol es muy distinta a la que iba hace veinte o treinta años. Puntualmente, se dejó a muchos fanáticos afuera«. Como mencionaba líneas atrás, se desarticuló al sentido de pertenencia. No se atacó al Hooligan, sino al sistema que él mismo había construido. La matriz económica, que había sido uno de los elementos disparadores de su descontento gestador, fue la dinamita que acabó con el acceso popular a los estadios. Se apeló a la exclusividad para minimizar la violencia, y se emparchó con una postal familiar y butacas en las gradas a la pandilla barrial que fuma y traga cerveza en un rincón de la cancha, esperando a por su equipo. Fue una transformación social: El cambio se dio en el fútbol, pero también en los hinchas. Se generó una simbiosis que progresó década tras década hasta dar con el panorama actual.
Concluyendo este transitar por el génesis, el auge y la caída del movimiento Hooligan, Brewin se despide con una radiografía de lo que significó para Reino Unido transformar su asimilación básica de una tarde de fútbol: «Se debe invertir dinero en la seguridad de los estadios. Es el primer paso básico. Después de la tragedia de Hillsborough en el ’89, el gobierno empleó algo llamado ‘The Football Trust’, un plan que asistió a los equipos en materia de seguridad, infraestructura y control en su canchas, desde la máxima división hasta la más baja categoría. Se aplicó el mismo modelo para todos los equipos. La otra realidad es que la Premier League es un producto exitoso. La demanda de tickets creció, y los precios también lo hicieron. Entonces se comenzó a atraer a otro tipo de audiencia. La proporción de violentos comenzó a disiparse«.
«El tornar el ambiente más familiar, que vengan padres con sus hijos a la cancha, redujo la influencia Hooligan, y aleja al fútbol de verse envuelto en esa clase de escándalos. Volviendo al principio, el fútbol también es un reflejo social. Un país sano tendrá un fútbol sano. La reducción de la influencia Hooligan es resultado de un cambio de mentalidad colectiva. La sociedad cambió, y así cambió el fútbol«.
En cuestión de tiempo, en alguna oficina del presidente de algún equipo argentino, tocarán a la puerta un puñado de sujetos. Son de la barra y necesitan entradas para seguir al equipo a todas partes. El hombre, humano ante todo, accederá. Diez, quince, cien tickets no marcan la diferencia. Y mientras él cierra su cajón, los muchachos se van felices, celebrando que siguen perteneciendo.
- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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