Opinión
Ingeniería de lo previsible
Cuenta la historia del fútbol que siempre el jugador es el que decide. Que el talento, la astucia y el conjunto de decisiones que toma aquel que toca el balón con sus pies, determina la suerte de una jugada, de un partido, inclusive de un campeonato. Probablemente sea cierto. Muy probablemente sea indiscutible. Pero la actualidad del fútbol me invita a reflexionar al respecto. A intentar medir imaginariamente el grado de influencia del futbolista actual respecto al de otras épocas.
Aquellos artistas, casi artesanos del fútbol que uno tuvo la suerte de disfrutar han dejado lugar a piezas cada vez más eficientes para estas nuevas máquinas estratégicas. Esos malabaristas, desde Garrincha hasta Ariel Ortega, quienes nos hacían levantar de la silla conmocionados de admiración, dejaron su lugar a especialistas en movimientos preestablecidos. Los magos que abrían férreas defensas a fuerza de gambetas, paredes y caños le entregaron las llaves del candado a quienes rompen los moldes con demasiado respeto a un libreto prefabricado en la pizarra del vestuario.
Y así el fútbol ingresa en la era de la ingeniería. En la edad de los entrenadores de moda. De la estrategia que solo permite lugar a la inventiva bajo ciertas condiciones. Donde el mago tiene las cartas del mazo marcadas y el truco se convierte en previsible. En una puntada indiscreta de una maquinaria táctica sofisticada. Ya no nos levantamos de la silla para aplaudir la brillantez, la inventiva, la magia. Ahora nos sentamos para anotar los movimientos. Vemos flechas y marcas en las imágenes pausadas de tal o cual partido. Festejamos el enfrentamiento entre Pep y Mou como un Maradona vs. Platini de mediados de los 80′ y aprendemos nuevos términos que denominan lo antiguo.
Es cierto. El fútbol es un juego de equipo. Y ha evolucionado como tal. Está haciendo de lo colectivo su biblia y probablemente ese sea el verdadero sentido del juego. Ese libreto perfecto donde los intérpretes solo se tienen que dedicar a decidir de la mejor manera posible como llevar a cabo el papel que le asignaron. Donde se destierra casi definitivamente a aquel jugador que modificaba el juego desde su propia creatividad, para entregarle la comodidad de las opciones más convenientes, quitándoles la responsabilidad de decidir más allá de ellas. Donde se ha hecho del jugador una herramienta. Una pieza más del motor. Se le ha quitado lugar a la improvisación en pos del cumplimiento de pautas preestablecidas para recorrer los caminos seleccionados desde la ingeniería estratégica.
Poco ha quedado de aquellos músicos que modificaban a su antojo el funcionamiento de la orquesta. Hoy la orquesta es el todo y el jugador tiene una partitura que debe desarrollar con la mayor eficacia posible y sin salirse del libreto. Y si el libreto no funciona o no es el de costumbre, el artista se reduce a una expresión menor. Así, por ejemplo, Messi es todo el Messi posible en Barcelona pero es menos Messi en el incómodo escenario que plantea el seleccionado argentino. El jugador se favorece con las soluciones que le presenta el andamiaje colectivo pero cede parte de sus posibilidades creativas a la cantidad de opciones que el patrón de juego del equipo le ofrece.
Los tiempos de la magia se van apagando. A quienes vimos esos ayeres –o sus últimos vestigios- se nos hace difícil aceptar esa ausencia. Más allá de las virtudes del detallismo colectivo. Nos tenemos que conformar con alguna pirueta de Neymar, con los trucos de Andrés Iniesta, el último representante de una especie en extinción, o con los representantes más excelsos de este fútbol cuasi científico que se orienta sin cesar a la eficacia. Con los Messi, con los Ronaldo. Máquinas letales. Asesinos seriales de las redes rivales. Finalizadores perfectos de redes estratégicas superdesarrolladas.
El sueño de aquel verdadero ‘Jogo Bonito’ terminó. Los recuerdos de las piruetas de Rivaldo, de las ‘lambretas’ de Djalminha, de las elásticas de Romario, de las fantasías de Ronaldinho, de una rabona de Claudio Borghi, de un taconazo de Sócrates, de la creatividad extrema de los Bochini, los Maradona, los Platini o los Zico, ya son parte del pasado. De un pasado que no es mejor ni peor que el presente, pero que fue muy distinto. De un fútbol que no volverá pero quedará indeleble en la retina de quienes pudimos verlo.
Los que añoramos la bendición de la sorpresa, tendremos que conformarnos con la previsible estética colectiva. Con interpretar y contemplar la exactitud –o la falta de ella- de los movimientos prefabricados en las computadoras y las pizarras magnéticas. Y con el permanente triunfo de los mismos. De aquellos pocos equipos que cuentan con los escasos jugadores capaces de exceder al sistema. De llevar lo programado a la máxima expresión mediante el valor agregado de la inventiva. Probablemente porque por más que el fútbol haya cambiado la artesanía por la ciencia, los que definen siempre son los mismos: los jugadores. Aunque ya no disfruten de la libertad de expresión de antaño.
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- AUTOR
- Nicolás Di Pasqua
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