Historias
Instantánea de la vergüenza
Silencioso e imponente descansa el Coloso de Ñuñoa. Parte importante de la historia del fútbol mundial. Símbolo inequívoco del sufrimiento del pueblo chileno ante el puño de acero de Augusto Pinochet. Legendario escenario que albergó momentos inolvidables desde aquel lejano 1938 hasta la consagración del seleccionado conducido por Jorge Sampaoli en la última Copa América 2015.
Allí la euforia se confunde con las sombras. Se imaginan multitudes alentando a la Roja y se sufren los desgarradores gritos de aquellos que no fueron espectadores. Los fantasmas se confunden en una diversidad de sentimientos que aparece brutalmente ante cualquiera que intente llevar su imaginación a través del tiempo.
En ese preciso lugar, Garrincha dibujó con gambetas algunas de las páginas más gloriosas del balompié y Víctor Jara se despidió temprano de la vida dejando el testimonio inapelable del padecimiento de esas “diez mil manos” torturadas –y en muchos casos muertas- por los violentos tentáculos del gobierno de facto que había derrocado y asesinado a Salvador Allende poco tiempo antes.
La alegría y la tristeza. El dolor y la algarabía. El júbilo y la indignación. La vida y la muerte. Realidades reflejadas en cada centímetro del mítico Estadio Nacional de Chile. Pero entre tantas historias y semblantes, hay momentos que reflejan sentimientos enfrentados y constituyen un lienzo representativo, una postal fidedigna de la realidad acontecida. Desde el fútbol, pocos hechos revelan la turbulenta primera mitad de la década del 70 como el «Partido Fantasma».
La carrera hacia la Copa del Mundo Alemania 1974 tocaba instancias decisivas mientras la Guerra Fría recalentaba en una gran partida de ajedrez entre Estados Unidos, el paladín del capitalismo y la Unión Soviética, el principal referente de un efervescente movimiento comunista que sumaba adeptos en América a partir de la Revolución Cubana. En Chile, Pinochet y sus secuaces ya escribían con sangre la planificación golpista basada en preceptos infundidos por el intervencionismo norteamericano para todo aquel espacio amenazado por movimientos socialistas que buscaban alinearse con las ideologías marxistas.
Dentro de esta escabrosa puesta en escena, Chile había derrotado a Perú en tres partidos -0-2 en Lima, 2-0 en Santiago y 2-1 en Montevideo- por la reválida continental y se colocaba en el repechaje internacional por un lugar en Alemania. Contra los pronósticos previos que indicaban a Francia como favorita a acudir a la contienda como probable ganador del Grupo 9 europeo, la Unión Soviética aprovechó un inesperado empate de los galos como locales ante Irlanda para definir la plaza mano a mano con los franceses en casa.
El 26 de mayo de 1973, ante más de 76 mil almas, un 2-0 conseguido en los diez minutos finales por obra de Oleg Blokhin y Vladimir Onishchenko, le entregó a la URSS el boleto al enfrentamiento definitorio ante Chile, hasta ese momento, una nación amiga, arraigada a la misma corriente socialista que pregonaba la potencia europea. Pero la realidad iba a dar un vuelco rotundo y aquellos camaradas soviéticos se transformarían en el estandarte de la vereda opuesta.
El detestable golpe militar llevado a cabo por Pinochet el 11 de septiembre de 1973, digitado con el aval y la participación de Estados Unidos, modifico la imagen política chilena ante el mundo y, en especial, ante la mirada atenta de los soviéticos. Y el destino quiso que la Roja, pocos días después de la criminal destitución de Allende, de un ataque directo al pensamiento socialista –y a un aliado del Kremlin-, se cruzara en el camino de la Unión Soviética por el pasaje al Mundial. Todo un símbolo de aquellos tiempos tan claramente confusos.
Así, el 26 de septiembre de 1973, sólo quince días después del ataque al Palacio de la Moneda, el seleccionado chileno debía medirse con el de la URSS en Moscú. Pero en el medio de un enfrentamiento futbolístico que encerraba enormes tensiones políticas e ideológicas estaba un grupo de jugadores que se encontraban entre la espada y la pared. Entre el miedo a las represalias soviéticas y las exigencias de silencio de su propio gobierno. Entre las amenazas de secuestro para constituirse en moneda de cambio por los presos políticos comunistas y las advertencias sobre lo que podía ocurrir con sus familiares si alguien osaba difundir un mínimo detalle de las atrocidades que ocurrían en su propio país.
Ni siquiera importaba demasiado la clara militancia socialista de algunos jugadores chilenos con Carlos Caszely, por entonces futbolista del Levante español, a la cabeza. Todos eran emisarios del enemigo y así se lo hicieron saber en el arribo atierras soviéticas y en la corta estadía del plantel en Moscú, que finalizó con la gran noticia de un empate sin goles con el cual se acrecentaban las chances del representativo dirigido por Luis Álamos. La revancha sería en Santiago de Chile. La fecha estipulada el 21 de noviembre de 1973.
Tras el empate en Moscú, las cuestiones de estado volvieron a tomar importancia. El seleccionado soviético, tal como ocurría en todas las disciplinas deportivas de la Unión, acataba estrictamente cualquier decisión estatal. Y la sentencia fue clara: la Unión Soviética no iba a permitir que su representativo concurriera a la cita. No confiaba en las nuevas formas ni en lo que podía ocurrir con sus jugadores en un territorio donde rápidamente los derechos humanos quedaron a un costado. Menos aún en el Estadio Nacional, que se convirtió desde el primer día en un centro clandestino de detención donde se torturaba y ejecutaba a los opositores al nuevo régimen.
La FIFA hizo su aparición para mediar en el conflicto, enviando emisarios a realizar una inspección liviana, llamativamente colaborativa y negadora de la cruenta verdad reinante. Los veedores no registraron rastros de los más de 6 mil detenidos que escondía la dictadura chilena en el mismísimo estadio donde debía disputarse el match definitorio. Todo estaba en orden. Puntillosamente. Casi a propósito. Y el veredicto fue contundente: el show debía continuar. La fecha y lugar de disputa, mantenidas a rajatabla, demostrarían al mundo la mejor imagen de un renovado Chile. Aunque debajo de la alfombra verde, la picana continuara haciendo estragos.
Nada diferente a lo que ocurrió con Zaire, bajo el mando de Mobutu Sese Seko o lo que ocurriría pocos años después la Argentina. El máximo organismo del fútbol internacional cooperó sistemáticamente, desde donde pudo participar, con las destructivas dictaduras pergeñadas desde las más altas esferas políticas internacionales. La pelota se manchó. Una y otra vez.
Llegó el 21 de noviembre. Inevitable y siniestro. La Unión Soviética no se presentó al convite. Y la FIFA determinó que Chile debía presentarse en el campo y marcar el gol de la victoria para adquirir uno de los boletos más funestos de la historia de los mundiales. Tras escuchar el himno chileno, la Roja fue en busca del gol de la clasificación. Cuatro jugadores corrieron pasándose el balón hacia el solitario arco rival. Un arco vacío. Vacío de oponentes. Vacío de ideales. Vacío de humanidad. Vacío de vergüenza. Francisco Valdés no tuvo más remedio. Marcó el gol que nadie quería. El gol que borraba con el codo todo lo que se había escrito con la lapicera de la ilegitimidad. Quedaría para siempre en la instantánea de un momento olvidable y repudiable.
La fiesta estaba en marcha. Santos, el principal exponente del fútbol brasilero, había recibido 30 mil verdes razones y alguna recomendación formal de Emílio Garrastazu Médici, el presidente de facto de su país, para concurrir a la celebración y reemplazar al contrincante ausente. Sin Pelé, que acusó una lesión incomprobable. Tal vez, el 5-0 final para el equipo brasilero y la mueca de disgusto de Pinochet, hayan sido el único grano de justicia entre tanta atrocidad.
- AUTOR
- Nicolás Di Pasqua
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