Historias
La pelota más brillante
Promediando el año 1914, la Primera Guerra Mundial recorría el aterrador camino de la expansión. Alemania, en su afán por atacar Francia, uno de los principales bastiones de Las fuerzas Aliadas, había invadido Bélgica pese a las advertencias británicas. La Gran Guerra comenzaba a consumir a Europa, convirtiendo en humo y destrozos cada rincón del Viejo Continente. La escalada en el tono de las palabras y misivas se convirtió rápidamente en la declaración de guerra de los isleños contra los germanos. Meses después, Ypres, una ciudad ubicada en el noroeste de Bélgica, cerca de la frontera con el país galo y camino hacia el Mar del Norte, sería el escenario de una serie de batallas que se extenderían durante más de cuatro años, cobrándose la vida de más de un millón y medio de seres humanos.
Esa tierra tan pintoresca y atractiva hoy como castigada antaño, quizá por la posición estratégica de la región de Flandes Occidental respecto a Francia e Inglaterra, fue campo de batalla durante gran parte del luctuoso conflicto. Ypres fue testigo de la primera utilización de gas venenoso en los campos de batalla por parte del ejército germano, pero también fue el escenario de una de las historias más destacables e irrepetibles del oscuro y largo período que cubrió a Europa con sangre hasta finales de 1918: la ‘Tregua de Navidad’.
Resulta difícil imaginar a soldados y mandamases, intercambiando presentes en el medio de las trincheras. Parece utópico pensar en un brindis entre dos personas que poco antes y largo rato después, intentarían matarse para poder seguir viviendo. Pero aquello que se erige como improbable y lejano puede constituir un oasis de esperanza entre la madeja de cadáveres que la bestia negra de la guerra deja tras sus pasos. Aun entre las banderas enfrentadas por el dedo acusador de sus ambiciosos dirigentes políticos, la naturaleza humana siembra un dejo de bondad. Un mensaje inolvidable para lo que vendrá.
Allí caminaban entre el barro y la oscuridad los soldados británicos en busca de señales enemigas. La víspera de la navidad más negra de todas presagiaba en la guadaña de la muerte, un poder más contundente que el mensaje festivo y vital que encierra esa fecha tan especial para el cristianismo. Sin embargo el milagro de la navidad se hizo luz en la penumbra. Los que buscaban rivales encontraron camaradas. Los que presagiaban combate recibieron compasión. Y hasta aquella oscuridad se disipó en las luces de los improvisados arbolitos festivos que los soldados alemanes sembraron entre sus trincheras. Y la noche de paz que entonaban en su canto traspasó la barrera idiomática hasta sus adversarios británicos. Intercambiaron impresiones, fotos, elementos, comidas y bebidas. Vivieron por un rato burlándose de la muerte. Y en ese mismo rincón de algún lugar cercano a la tragedia, el sentimiento, la alegría, el respeto por la vida por encima de los estandartes desafió las órdenes superiores para confraternizar con el enemigo. Para fabricar un campo de juego y hacer rodar un balón. El futbol había ganado su partido más importante.
Los futuros héroes y mártires de una contienda repudiable, dejaron las armas para convertirse en futbolistas. Por un rato que fue un siglo alemanes y británicos midieron fuerzas balón de por medio. Olvidaron su dolor y sus penurias para cimentarse en figuras del balompié. No queda del todo claro, pero entre todos esos ganadores de la vida, los germanos convirtieron tres veces y los isleños dos. Triunfo alemán. Victoria de todos. Aún de aquellos oficiales y mandatarios militares que por un rato hicieron caso omiso a las advertencias de los altos mandos sobre la necesidad de no confraternizar con el enemigo. Quizá por ello no haya registros de otros abrazos. De otra reunión. De otros brindis. De otro match internacional.
Ese partido marcó un momento. Un pequeño período de tiempo que pocas horas después le devolvería el protagonismo a la oscuridad más negra. Aquellos improvisados futbolistas quedarán en la historia. No por sus cualidades deportivas. Si por su sentido de la humanidad. Muchos de ellos habrán disputado su último partido. Habrán colgado los botines en el cielo del martirio innecesario. Pero todos y cada uno de ellos nos habrán regalado las postales más increíbles de la grandeza e hidalguía que puede contener el fútbol. Allí donde la más cerrada noche devoraba la paz y el sentido común, la pelota fue esa estrella brillante que marcaba el rumbo a transitar. Aunque sea por un abrir y cerrar de ojos.
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- AUTOR
- Nicolás Di Pasqua
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