Opinión
Los códigos son para las cajas fuertes
Ya no es noticia que en el fútbol la justicia es sepultada partido tras partido y por diversos motivos. Desde la probable y discutida injusticia de un resultado, hasta los polémicos fallos arbitrales que manchan semana a semana un deporte cubierto de sospechas y perspicacias, existen pruebas fehacientes de que la ecuanimidad no es uno de los valores más fuertes de este hermoso juego devenido en voraz negocio multimillonario.
En principio, Leicester City no sorprendió al mundo mediante un juego altamente estético, tácticamente revolucionario o, mínimamente, mediante un fútbol que invitara a agendar el horario de cada uno de sus partidos. Si bajo las formas del equipo de Claudio Ranieri, se hubiera consagrado algún equipo de mayor renombre y estirpe ganadora, seguramente hubiéramos hablado de la crisis de una liga atrasada tácticamente, con escasísimas superestrellas, debatiéndose entre su propia historia y una pobrísima ‘españolización’ de su juego. Todo esto sucedió durante la pasada temporada en la Premier League, provocando un fuerte temblor que atrajo a Antonio Conte y Josep Guardiola a los vestuarios ingleses y generó el rápido retorno de José Mourinho, enviado al ostracismo por Roman Abramóvich y su Chelsea como campeón titular, para conducir los destinos de Manchester United.
Pero el merecido título de los ‘Foxes’, aprovechándose de la incapacidad ajena a partir de valores tan fuertes como escasos, desvió el foco de atención en un fútbol que hoy ha cambiado sideralmente respecto a 2015-2016. Se habló de un equipo de bajo presupuesto que había podido derrotar a los gigantes ingleses. Se habló de N’Golo Kanté y de Jamie Vardy. Se omitió revisar que Leicester había llegado al título mediante un extraordinario ejemplo de superación individual y colectiva. Todos y cada uno de sus integrantes consiguieron un nivel que superó su promedio y funcionaron como equipo muy por arriba de lo que se esperaba, convirtiéndose en justos campeones más allá de la mediocridad ajena. En algo habrá tenido que ver un Ranieri que arribó a Inglaterra bajo un manto de dudas por sus anticuados métodos de trabajo.
En la previa de la futbolísticamente tediosa y emocionalmente inolvidable campaña anterior del fútbol inglés, que coronó a Leicester por única vez campeón en 133 años de historia, nadie preveía un desenlace como el ocurrido. Ranieri llegaba a la conducción del primer equipo con el objetivo de mantenerlo en la máxima categoría un año más, como trampolín para continuar con el plan de perpetuarse en la nómina de la Premier League. Poco tiempo antes, la base del plantel que consiguió el campeonato, con dos argentinos –Esteban Cambiasso, que dejó el club a mediados de 2015, y Leonardo Ulloa- como parte estelar de la plantilla, enhebró un sprint final memorable. Con un estilo de juego ofensivo y vistoso al que no habían acompañado los resultados, salvó milagrosamente su estadía en la máxima división inglesa por una temporada más.
Curiosamente, pese a la extraordinaria racha final que solo conoció una vez la derrota –ante Chelsea, el campeón- en los nueve partidos finales, completando el récord con siete victorias y un empate, el magnate tailandés Vichai Srivaddhanaprabha, dueño del club desde 2010, decidió deshacerse del entrenador Nigel Pearson debido a “diferencias de perspectiva”. De nada sirvieron las protestas de una parcialidad agradecida con un entrenador que había logrado el ascenso a Premier una temporada antes, conformando además el plantel que, con pocos agregados, lograría un título que se avizoraba imposible.
Este mismo señor, nacido en Tailandia hace 59 años, vio al equipo fuera de la F.A. Cup, en plena lucha por no descender y abajo en la serie eliminatoria que lo enfrenta a Sevilla en octavos de final de Champions League y le pegó un cachetazo más a la justicia. Hombre de empresa, de decisión rápida y mano firme, de dudoso fanatismo por el fútbol y de acercamiento a las altas esferas sociales como apasionado del polo, Srivaddhanaprabha olvidó rápidamente que Ranieri había llegado para sostener al equipo en la lucha que hoy mantiene. Que este era el escenario más probable y no la sorpresa del torneo pasado. No tuvo en cuenta que en casos como este, donde la calidad escasea y la cantidad es de relleno, la competición europea suele ser un riesgo para las ambiciones locales. Tampoco observó sus balances, que hablan de un club que hoy vale el triple de su precio de compra, en gran medida gracias a Pearson y a Ranieri. Dos personas que obtuvieron logros enormes pero no disfrutaron de una segunda oportunidad.
Probablemente, se haya quedado con la opinión de los portavoces de un plantel que debería agradecer la presencia de Ranieri, de sus anticuados métodos y de su hombría de bien reconocida por gran parte del ambiente futbolístico, como activador para desplegar el mejor fútbol de sus vidas. La gran mayoría de estos futbolistas no han jugado antes, ni lo harán en el futuro, mejor que en la última temporada bajo las ordenes del experimentado entrenador romano.
Srivaddhanaprabha fue tan pragmático desde su despacho como Ranieri en su estilo de juego. Cortó por lo sano rápidamente. El mismo hombre que con un chasquido de sus dedos cubrió las cocheras de cada uno de los integrantes de la magnífica gesta de 2015-2016 con un espectacular BMW i8, agradeció los servicios prestados y va en busca de un nuevo salvador. O tal vez de su próxima víctima. Ayer, Leicester consiguió una importante victoria ante Liverpool que lo sostiene fuera de la zona de descenso a Championship. Una muestra soberbia de esfuerzo colectivo de un equipo muy cuestionado por su supuesta participación en la salida de Ranieri la pasada semana. El fútbol se llenó de esta gente. Se vació de códigos humanos para reemplazarlos por los de seguridad de las enormes y jugosas cuentas bancarias. Siempre le agradeceremos a Jean Marc Bosman.
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- AUTOR
- Nicolás Di Pasqua
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