El fútbol como lo vi yo
Los métodos de la calle
¡Tito!… ¡Titooooo! ¡Dale! ¡Van a ser las 6 y nos tenemos que ir al casamiento! Gritaba con vehemencia Ana desde la ventana a la calle de mi habitación. Enfrente, a unos veinticinco metros de distancia los sonidos de la pelota se confundían con el ruido de la persiana de una vieja sodería abandonada, devenida en el modesto estadio de la cuadra. El duelo enfrentaba a cuatro preadolescentes que soportaban los embates de los físicos más desarrollados de Fernando, Sergio y quien escribe. Cuestiones de barrio. Formas rudimentarias de hacer pagar los derechos de piso que la generación previa nos había transmitido a fuerza de adversidades por superar.
Había que hacerse hombre y por las malas. Eran tiempos donde el “bullying” no era denunciado y solo era una de los obstáculos a superar para poder pertenecer. Aun cuando los comportamientos de aquel tiempo, vistos bajo el lente de la actualidad, parecen como mínimo cuestionables, constituían una violenta pero efectiva manera de formar personalidades y entender la adversidad como una pared que había que aprender a derribar. El sufrimiento se iba convirtiendo en fortaleza en el camino a la superación de aquellas fronteras. Y llorar o victimizarse solo era un insuficiente método que no hacía más que profundizar la virulencia agresiva de quienes, por la fuerza o la adaptación, tenían el toro por las astas.
El partido era desparejo pese a los esfuerzos de esos cuatro purretes por encontrar estrategias para superarnos. Un mínimo brazo bien colocado nos permitía hacerlos de la pelota y despacharnos con ella a gusto. Y Tito, mi padre, un cuarentón de mil batallas de calle y campo de juego, no se bancó la injusticia y bajó a resolver la disparidad por cuenta propia.
Aquello que tres contra cuatro no conocía de paridad, comenzó a transitar un camino un poco más equilibrado. Los dos jugadores de más y la vehemencia e “inteligencia táctica” de un hombre con las mañas de mi viejo, convirtieron nuestro divertimento provisorio –sufrimiento para mi hermano y sus compañeros- en un partido que contenía escenas de gran final. Una jugada pinta el asunto: Sergio recibió en la mitad de la vereda y de espaldas al improvisado arco rival, apoyando su brazo contra la cortina ante la presión asfixiante de Tito que, con varios centímetros menos de altura, pero conocedor de su mayor potencia física, comenzó a guadañar los gemelos descargando su ira contenida al grito de “a ver si te haces el vivo conmigo”, sumado a algún improperio poco cariñoso que la confianza casi familiar permitía.
La diferencia lograda al inicio comenzó a reducirse de manera peligrosa y entendimos que la cosa era en serio. Había que convertir la risa en dientes apretados. Los pibes con el apoyo de un mayor inflaron el pecho y fueron a la carga siguiendo las instrucciones de su flamante jugador-entrenador que, no sólo se posicionó como último hombre y comenzó a adelantar a su equipo, sino que puso a su delantero más adelantado a un metro del nuestra portería para obligarnos a gestionarle una marca. Así tuvimos que generar una nueva estrategia: el pelotazo largo. Sergio, el más alto fue a jugar arriba mientras Fernando y yo, ya convertido en “arquero-volante” –tal como denominábamos a aquel cancerbero que por cuestiones de inferioridad numérica tenía permitido salir a jugar- lanzábamos largos envíos a las espaldas del adelantado adversario.
Los gritos de mi madre se hicieron insistentes y desesperados. Había que ir al casamiento y Tito, muy a regañadientes, entendió que había que finalizar el match. Para nosotros fue un alivio. Terminamos sosteniendo la victoria en base al combustible del orgullo. No podíamos ser víctimas de nuestra propia medicina delante de los menores. Uno también tenía que inspirar esa rebeldía que pretendía inculcar, sin mejores métodos que la exposición a la impotencia, en los que nos sucedían en el tiempo. Pero aún con lo cuestionable de las formas, aquel enfrentamiento a la inferioridad al que cada generación exponía a la siguiente, traía consigo una obligación de encontrar las estrategias individuales y colectivas para superar a la adversidad.
La dificultad se convertía en el motor para endurecer nuestra personalidad y disparar nuestra inteligencia en busca de nuevos recursos. Sin ponderar los bruscos procedimientos que aquellos que no pudieron superar sufrieron en demasía, quienes pisamos las calles de un barrio cualquiera en aquellos tiempos irrepetibles sabemos de las fortalezas que obtuvimos gracias a ellos. Tanto en el fútbol como en la vida.
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- AUTOR
- Nicolás Di Pasqua
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