Historias
Madrugada Separados
Bajó del tranvía y caminó las calles de árboles muertos y vidrios empañados que separaban la parada del complejo de departamentos de Milenka. Llovía torrencialmente y eso generaba un paso accidentado, escudado en los techos de los locales cerrados, así como también un cierto efecto visual espeluznante al titilar las luces de las calles a medida que la tormenta se apoderaba de la noche. Estamos en la Unión Soviética, en una helada madrugada de octubre de 1974. Anatoli Kozhemyakin aún siente una molestia al pisar. Aquel mismo día, mucho más temprano, tuvo jornada de entrenamiento con el Dinamo Moscú, equipo en donde a sus 21 años se perfilaba como el promisorio artillero del equipo. Había quedado resentido en su pie izquierdo, tras un ensayo de tiros libres.
Anatoli apura el paso. Su físico de joven futbolista rojo es inmune a la lluvia que empaña las calles de Khimki, su barrio de toda la vida. A lo que no es inmune nuestro protagonista, es a los ojos oscuros y sensualmente desgastados de Milenka, que lo espera detrás de una enorme puerta oxidada que da inicio a un ancho y lúgubre pasillo, entrada del complejo donde ella vive. Se resguardan de la adversidad meteorológica. Ella, en ropa de entrecasa y seca. Él, duchado por el agua que cae del cielo. Se besan con gusto extraño. Como si al placer del encuentro se lo devorara un vacío espeluznante. Suben al ascensor, que anda de forma lenta y pesada.
Ella preparó té para dos, él fue al baño a secarse. Perdió su mirada en los azulejos amarillentos del tocador. Y de repente lo asaltó una sensación de que, en realidad, nada le pertenecía. Aquella relación tan lúdica como extraviada con Milenka, que superficialmente tenía la fogosidad del juego de dos amantes, en profundidad deambulaba en la adicción a una seducción cada vez más devaluada, a fin de hacer más viables los días (las noches) en la tumultuosa realidad que él acarreaba. Salió rumbo al comedor y contempló a la muchacha colocando las tazas en la mesa. Delgada, muy delgada, pelo oscuro, ojeras descendiendo casi hasta sus mejillas, brazos cansados pero firmes, porte sensual, piernas eternas. Un novio a kilómetros y kilómetros de ahí como excusa para verse. Pero la idea del final de los tiempos tejiendo sobre ellos el acto final. Una separación.
En un mundo sin pecadores, pensaba Anatoli, ella estaría preparando ese té para su hombre, y de seguro sabría mejor. No llovería torrencialmente y los azulejos no tendrían tamaño color tétrico. En un mundo sin pecadores, también, él hubiera disputado una Copa del Mundo con la Unión Soviética. El fatídico y fantasmagórico 21 de noviembre de 1973 hubiera resultado una fecha histórica para su Nación. Los muchachos de rojo triunfaban en Chile, un país dominado por un golpe de estado sangriento y temible que justamente se jactaba de ser la pesadilla de los comunistas. Anatoli se imaginaba anotando el gol del triunfo de aquel cotejo correspondiente a la repesca por un lugar en Alemania 1974. Los soviéticos, con una templanza descomunal, construirían un hito deportivo sin precedentes. Pero ello jamás sucedió. La URSS no presentó equipo para la vuelta en Santiago de Chile (la ida, de locales, fue empate en cero) y el combinado trasandino clasificó automáticamente al Mundial, delineando un partido fantasma en el Estadio Nacional, sin rivales en el césped. Eriza la piel reconocer que, en aquel mismo sitio, torturaban y ejecutaban a disidentes del nefasto gobierno de Augusto Pinochet.
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Aquel evento había sido un golpe en el alma para el joven futbolista. No solo a nivel deportivo, sino en cuanto a su sentir como soviético. Sentía que había que ir a dar batalla a suelo sudamericano, devorado por el Operativo Cóndor, hijo de la doctrina del Departamento de Estado de los Estados Unidos, máximo rival de los rojos en el partido más largo de la historia reciente: La Guerra Fría. La radio tiritaba palabras en la habitación. La tormenta había desmontado su funcionamiento. Las luces en la pieza bajaban y subían. La tensión era ambigua, en sentido técnico y en sentido íntimo. Milenka apoyó la cabeza en el pecho de Anatoli, él puso su mano en su cuello y jugueteaba con sus orejas triangulares. Pero, lamentablemente, ninguno de los dos estaba allí realmente. Un rayo iluminó la ventana. Los polvos de la relación parecieron diseminarse con el trueno posterior.
Separado de su país, de su carrera, de su Mundial, de su amante. Hasta aquí tenemos una grisácea historia melancólica que podría terminar tranquilamente en Anatoli y Milenka besándose en la mejilla, despidiéndose. Un pasillo oscuro con luces de tensión miserable es en donde ella lo pierde a él. El ascensor tarda en llegar. Abre la puerta, sube, se mira al espejo. Bah, se mira. Está tan sucio que apenas distingue la vaguedad de su figura. Con un envión que lo asusta, el ascensor comienza a bajar. Y baja. Y baja. Hasta que se estanca en el segundo piso. La única lamparita que titilaba en el cuadrado, se quema. La oscuridad comienza a secuestrarlo. La tormenta, de fondo, es la única señal de vida ajena a su respiración.
Pasaron un puñado de segundos hasta que se decidió a correr la puerta y contemplar la situación. El ascensor, cual gota de sudor en la frente, continuaba haciendo un lento movimiento hacia abajo, posibilitando una apertura hacia el segundo piso por donde el ágil Anatoli podría pasar. Y no lo premeditó. Simplemente creyó que no podía morir de nuevo en aquella noche triste de ruptura con Milenka y extrañez con su tierra. No tenía sentido fallecer en esa velada. Claro que a las circunstancias, esto poco le interesa. Anatoli colocó su mano sobre el suelo del segundo piso y se arrastró con el resto de su cuerpo hacia él. Lo último que escuchó fue el crujido del motor del rústico ascensor, indicando su vuelta a funcionamiento de manera espontánea. Lo único integro que conservaba el futbolista, su propio cuerpo, fue despedazado por ese rectángulo de acero, componiendo la muerte más bizarra en la historia del futbol soviético.
En una madrugada de separaciones, Anatoli Kozhemyakin supo ser un hijo de la metáfora.
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- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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