América
Moacir Barbosa y la estigmatización social
“La condena del Maracaná se paga hasta morir…” canta Tabaré Cardozo, uruguayo que creció escuchando las anécdotas de la famosa hazaña del equipo charrúa en el Mundial de 1950. Y su canción hace referencia específica a la vida de Moacir Barbosa, arquero brasilero en aquella Copa del Mundo.
Decía Norbert Elías, sociólogo formado bajo las ideas de la Escuela de Frankfurt y máximo exponente de la sociología figuracional, que el deporte tuvo su génesis en el desarrollo civilizador de las sociedades industrializadas, tales como Inglaterra a partir del Siglo XVIII. Elías contribuye a la teoría que indica que el deporte también fue una de las causas del empuje civilizador que floreció durante la formación de los Estados naciones de aquel entonces.
En su brillante libro, Deporte y Ocio en el proceso de civilización, explica cómo los deportes ayudaron a la reglamentación social de la conducta y las emociones. Con la parlamentarización de los gobiernos y un control cada vez más riguroso sobre los comportamientos, las sociedades se fueron normalizando. La disminución de la violencia física fue uno de los grandes objetivos de los incipientes Estados-Nación. Así, los pasatiempos, juegos y actividades de sociedades anteriores fueron civilizándose a partir de la implementación de pautas específicas, códigos reglamentarios y regulación constante. Al mismo tiempo, aquellos pasatiempos medievales ya no permitirían la violencia física como motor de la actividad, dando inicio a la lógica del juego, por ende también, a la regla fija, específica e institucionalizada, entonces, al nacimiento del Deporte.
Hoy en día, la violencia física dentro de los campos de juego ha disminuido notablemente. Los jugadores, incluidos dentro de la lógica interna específica de cada Deporte, son sancionados, en la mayoría de los casos, cuando no logran articular aquellas acciones del propio juego con sus determinadas reglas. De esta manera, el competidor está inmerso en una lógica de conducta que lo obliga necesariamente a un autocontrol de sus emociones y comportamientos.
Elías además hace referencia del nacimiento, también en aquellas épocas de auge industrial, del espectador de las competiciones deportivas. Este nuevo sujeto participa de la actividad sin tener un rol directamente determinante. En muchos casos, este particular actor no es conocedor de la lógica interna propia de un deporte en su totalidad, y a su vez no necesita autocontrolar sus comportamientos de forma tan rigurosa como los inmediatos competidores, lo que en muchos casos lo lleva a ser partícipe de una violencia social, física y simbólica, cuestión que preocupa a las autoridades estatales. Elías, en este caso, se pregunta si no habrá que también educar al espectador. El deportista educado es quien debe verse inmerso en ese ámbito de reglas y valores, porque es lo necesario para competir. También el espectador que pueda diferenciar que el espectáculo deportivo no es más que una situación mimética donde dos bandos se “enfrentan” simbólicamente podrá alejarse de la violencia de una sociedad que desemboca en el deporte. Mientras tanto, seguirá habiendo deportistas que sufran de ignominia como el caso del arquero Moacir Barbosa, después del Maracanazo del ’50, sólo por cometer un error durante una de esas “batallas simbólicas”.
Moacir Barbosa Nascimiento comenzó a destacarse como portero en Vasco da Gama allá por 1945, llegando a la selección brasileña y convirtiéndose en el primer arquero de raza negra del Scratch. Sus buenas actuaciones lo convirtieron en un referente del puesto en los años previos al Mundial. Tal es así que festejó como titular el campeonato sudamericano de 1949, también disputado en Brasil, siendo el arquero que recibió menos goles en la competición.
En aquella edición de la actual Copa América, Brasil se consagró campeón ganándole 7-0 a Paraguay la final, luego de una única zona de grupo en la que participaron ocho selecciones, de la que no formó parte la Selección Argentina. En este marco, Brasil llegaba como el principal favorito a quedarse con la Copa del Mundo disputada en su país. La Segunda Guerra Mundial había retrasado el común despliegue de la competición cada cuatro años. La edición de 1938 quedaba entonces como un recuerdo lejano. De las 16 plazas posibles para participar solo fueron tomadas 13, ya que varias selecciones se fueron dando de baja ante la imposibilidad económica, en años difíciles de posguerra.
Se armaron cuatro grupos, de los cuales cada primero clasificaba a la fase final. Brasil, Suecia, España y Uruguay fueron los que terminaron logrando el pase a la etapa decisiva. Allí deberían jugar todos contra todos, del cual se desprendería el campeón Mundial. Brasil derrotó muy cómodamente a Suecia y España 7-1 y 6-1 respectivamente. Uruguay empató 2-2 contra España y un ajustado triunfo frente al seleccionado sueco por 3-2 le dio la posibilidad de llegar al partido final con chances. Allí, el empate le alcanzaba al conjunto local para dar su primera vuelta olímpica a nivel mundial. Uruguay, en cambio, debía ganar para ser campéon. El público carioca desbordaba confianza y todo parecía que aquella tarde los casi 200.000 espectadores del Maracaná iban a envolverse en festejos y alegrías.
Nada parecía impedir lo que estaba previsto, mas aún cuando Friaca abrió el marcador para Brasil en el minuto 47. Pero minutos después, el invitado de lujo a la fiesta Verdeamarelha dejó su puesto de actor secundario y empató el partido a través de Juan Alberto Schiaffino, luego de un desborde de Alcides Ghiggia por el sector derecho. Otro desborde de Ghiggia, ingresando al área por el mismo sector del ataque charrúa, desembocó en una de las jugadas mas conocidas de la historia de los mundiales. El extremo uruguayo vio a Barbosa correrse hacia el centro del área chica con el afán de adelantarse al posible centro atrás, jugada que propició el empate minutos antes, y optó por un remate potente al primer palo descuidado por Barbosa. La historia es conocida. Con ese gol, Uruguay decretó el triunfo que necesitaba para consagrarse por segunda vez como Campeón del Mundo.
El Maracanazo determinó a su vez la vida de Moacir Barbosa. El arquero que fue elegido el mejor del torneo en su puesto quedó marcado en la historia como el máximo responsable de aquella derrota. Sus años siguientes en el mundo activo del fútbol fueron signados por aquel segundo gol no evitado. Barbosa continuó atajando para el Vasco da Gama hasta que comenzó a perder terreno a partir de una lesión y sobre todo a partir del peso de la historia reciente. Su carrera recién culminó en el año 1962, con ya 41 años, pero desde el año 1955 ya se desempeñaba en equipos de menor calibre.
Ya retirado, el pueblo brasileño siguió culpándolo como el portero maldito que impidió la celebración más espectacular que planeaban sus compatriotas. Ni siquiera los títulos mundiales de la selección en 1958, 1962 y 1970 pudieron despejar aquella tortura en la que Barbosa quedó subsumido el resto de su vida.
Imposibilitado de conseguir trabajo, ninguneado por la propia Federación de fútbol de Brasil que lo tomaba como un sujeto maldito y que atraía la mala suerte, Barbosa pasó los últimos años de su vida con su esposa Clotilde. Aislado de la vida pública, y con graves problemas económicos, el gran arquero brasileño se mantuvo de pie apoyado en la piedad de sus amigos y del Vasco da Gama, club que le concedió una pensión vitalicia. Barbosa murió en el año 2000 a los 79 años dejando una frase que hoy aún recorre el mundo: “La pena máxima en Brasil por un delito son treinta años, pero yo he cumplido condena durante toda mi vida por aquello».
Este tipo de casos que suelen ser llamados en el relato social como casos de ignominia hoy son cada vez más recurrentes en el mundo del fútbol y del deporte. La estigmatización social es otro de los problemas que deben acarrear los deportistas sumidos en la presión de una sociedad todavía muy violenta. Casos cercanos como Gonzalo Higuaín y Rodrigo Palacio a partir de sus goles no convertidos en la última final del Mundial sirven como ejemplo también para un hecho cada vez más cotidiano. El espectador deportivo pone en juego su capital simbólico en cada una de las batallas miméticas que brindan sus elegidos. Esto lleva, lamentablemente y en muchos casos, a pedidos que no se relacionan directamente con la lógica interna propia de cada deporte. Es necesario, entonces, colaborar para encontrar un equilibrio entre la función social del espectador y el deportista de turno, en pos de que tanto la espectación como la práctica deportiva siga mejorando. Quizás, como dice Elías, haya también que educar al espectador.
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- AUTOR
- Federico Reichenbach
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