Opinión
¿Para qué ser políticamente correcto cuando se puede ser un ganador?
El politólogo originario de Francia, Bertrand de Jouvenel, tenía entre sus obras un particular ensayo el cual muchos hemos tenido como desayuno bibliográfico en lo que es el ingreso al Ciclo Básico Común, si es que hemos optado por seguir una materia referida al marco político en la Universidad de Buenos Aires: «El Mito de la Solución». El amigo Bernardo lo que aquí explayaba era que era una actividad inútil buscar ciertos «perfeccionismos» en el territorio político. No simplemente por el argumento viloutista de «son todos una manga de la-dro-nes» sino porque para él era imposible idear un planteamiento que mantuviera a una masa social, en su totalidad, satisfecha. Siempre habría una fuga, sea social, jurídica, económica o incluso moral. La única opción potable eran ‘arreglos’ que aproximaran al conflicto que se presente «lo más cerca posible» al territorio de la resolución.
Existe una infinidad de aspectos de la vida cotidiana en los cuales podemos aplicar este pensamiento. Si te reunís con amigos y elijen pedir delivery, a una mayoría les va a deleitar la idea de pedir una pizza grande pero a un puñado restante y menor hubiera preferido unas suculentas empanadas. Finalmente los terminan convenciendo del increíble placer gastronómico que conlleva una de muzza a la piedra acolchando en queso derretido a una delgada fainá y «todos» felices. Bueno, casi todos. Y aquí es donde entraría el amigo Jouvenel en escena.
Ahora que dejamos atrás el ejemplo más innecesario, campechano e infantil de la existencia (?) podemos arrimar de a poquito lo repasado al fútbol. Pasamos de largo por la rama jurídica de la redonda que, si bien da leña constantemente para aplicar esta idea, no nos interesa puntualmente en este escrito. Lo que queremos explotar acá es el tema de la tan nombrada, evocada y justificadora «mística». Específicamente, la influencia que esta palabra tiene cuando analizamos el detrás de escena de la actuación argentina en el inolvidable Mundial de México 1986.
Marzo de 2014. En vísperas de una nueva Copa del Mundo, las diferentes cadenas de deportes realizan entrevistas, especiales y programas en torno a hazañas mundialistas. En ese océano mediático se da la visita de Carlos Bilardo a un programa de Fox Sports conducido por Sergio Goycochea. En el cierre de dicho evento se da, por supuesto, un retroceso hacia el título dado 28 años atrás. Allí es cuando se entrecorta la dinámica «soft» del programa y Goycochea sorprende al entrenador poniendo sobre la mesa que los separaba una réplica exacta de la copa del mundo. Empieza a sonar en el estudio una música de jazz exquisita. Conductor y panelistas hacen silencio. Bilardo queda anonadado. Atina a decir: «Que historia eh… que historia». Balbucea miradas. «Costó mucho». Empieza a respirar de manera extraña y su micrófono delata sonidos extraños en su nariz. Sus ojos se enrojecen. Está emocionado. Rozando una conmoción en el envoltorio de sus recuerdos. Bilardo mira hacia un costado y su expresión se torna cada vez más a punto de caer en un llanto profundo. Muerde sus labios. Ataja con su dedo índice el desenlace de una lágrima. Se contiene. Continúa el show. No sin que antes el Doctor nos deje una frase fuerte y emotiva, pero también intrigante: «Sufrí mucho».
El bilardismo le dio gen a un sinfín de conceptos y estrategias en fútbol, así como también supo dar accidental vida a una serie de «merchandising» filosófico que pudo haber llevado a, por ejemplo, distinguir como secuaz de Bilardo a un entrenador solo por priorizar la victoria por sobre el buen juego. Desde ya encasillar a Carlos Salvador en aquella oración sería obtuso. Pero podríamos improvisar una especie de «Bilardismo for dummies» para fugazmente entrelazar frases e ideas suyas que trascendieron mediáticamente: Al rival hay que pisarlo, ganamos o nos vamos todos en túnica a Arabia, por la Copa del Mundo hay que matarse y del oponente hay que saber hasta como se llama el cuñado del arquero suplente. Es menester aclarar que todo esto, por supuesto, sustentado por un innegable manejo de la táctica que él posee y dispone.
Luego tenemos un subsuelo de la teoría bilardista que perdura en el inconsciente colectivo casi de manera cultural. Algunos lo llaman picardías, otras genialidades. Un grupo las bautiza como vergüenzas. Otro elije no creerlas. Podemos agruparlas bajo la idea de «leyenda urbana». El ejemplo ideal es el supuesto antídoto que un ayudante suyo picó en el agua que bebió el futbolista Branco, en un receso dado en el choque por octavos de final de Italia 1990 entre Argentina y Brasil. El mismo habría tenido alguna sustancia que generara en él un malestar que lo «despejara» del cotejo. Todo esto supuestamente orquestado por Bilardo, quien antes del match había deslizado a la prensa «este partido hay que ganarlo. Algo voy a inventar. No sé qué». La anécdota de «el bidón de Branco» hoy es casi patrimonio nacional.
¿Esto fue una hijaputez? ¿Fue simplemente viveza? ¿El fin justifica a los medios? ¿Hizo lo que todos queremos hacer y no nos animamos? ¿Está bien? ¿Está mal? Buscar una respuesta general, que calme todas las ansias de respuesta, sería perder el tiempo. La moral es subjetiva ya que el panorama nos regalan desde sujetos que encuentran poesía en la más amarga derrota hasta individuos que consumada la victoria quedan disconformes presos de su detallismo. Pero tenemos una especie de concepto que pareciera acolchonar todo este disparador simbolismo bilardista: La mística.
«Que incluye misterio o razón oculta. Experiencia de lo divino.» Definición de «mística» que la Real Academia Española nos regala. Sin dudas estás dos frases entablan referencias directas a al Mundial de México. Experiencia de lo divino está más que claro porque: Campeones del mundo. «La Mano de Dios». Traer la copa a casa. En cuanto a «Misterio o razón oculta», ejemplos existen que podrían tranquilamente caminar por sobre esta oración. Nos posamos sobre 1986. Argentina se encontraba en vísperas de su arribo a tierras aztecas mirada de reojo por su propio público y ásperamente criticada por la prensa. La actuación en las Eliminatorias fue débil y eso encendía la alarma en Carlos Bilardo, persona resultadista pero también quisquillosamente obsesiva.
«Sufrí mucho» confesaría más de dos décadas más tarde el Doctor. ¿Y cómo no sufrir, si era una oportunidad única en su carrera? «Triunfo absoluto o fracaso» circulaba por su cabeza. Entrar en la historia aupado por la victoria o desvivirse en el olvido hijo de la caída. No habría segundas oportunidades. Bilardo se encontraba seguro de sus tácticas. No así de cierto contexto. El diferenciarse de su antecesor César Menotti era percibido como una obligación para él. Había que pulir del pasado al seleccionado. No bastaban con palabras o nuevos dibujos tácticos. Bilardo siempre iba un paso más allá. En su mente, si su plan no era seguido a pie de la letra el título fallecería en manos ajenas. Era algo impensado.
19 de Abril de 1986. El entrenador da la lista de jugadores convocados para el Mundial. En Madrid, Ubaldo Matildo Fillol es notificado de que no integra la misma. Ni como meta titular, ni como suplente, ni como tercero. El guardavalla campeón con Luis Menotti era, finalmente, excluido. Su relación con Bilardo jamás había sido prospera, más bien era distante, y la no-citación era un punto final. Pero lo jugoso aquí reside en quienes si integraron el llamado. Nery Pumpido se afianzó como arquero titular y Luís Islas adoptó el rol de primer sustituto. Y el puesto restante lo ocuparía Héctor Zelada, arquero del América de México. Un perfecto desconocido para la falange argentina.
Lo raro empezó después, diría Sacheri. Ya que la sorpresa podría tener una doble explicación: Bien podría tener un lugar la imagen de Bilardo viendo a altas horas de la madrugada videos en VHS de la liga mexicana. Pero no terminaría de conformar respecto a lo sucedido. Por un lado, la convocatoria de Zelada respondió al deseo del técnico de «caer bien» frente al público mexicano, llevando con los nuestros a uno que más bien era uno de los suyos. Zelada era una leyenda en aquel país y su llamado a tamaño evento respondía a una señal de amistad hacia el país anfitrión.
Complemento de tan linda iniciativa es este dato un tanto más estratégico: El tener al particular arquerito entre los convocados era una especie de «requisito» en torno a la concesión de los terrenos donde la Selección concentró en México. Una agilización de esas tratativas con el simple hecho de llamar a Zelada para ocupar un lugar que prácticamente tenía asumido la no-participación en campo de juego. No es por minimizar el rol del tercer guardavalla al de un adorno. Dicho esto, es extremadamente difícil que se dé lugar a que entre a un match. Ironías del destino es que Bora Milutinovic, entrenador del combinado mexicano en aquel entonces, había hablado de la posibilidad de nacionalizar a Zelada para que sea su arquero titular. Esto quedaría diseminado, finalmente, en la nada.
Armemos brevemente un pseudo-juicio a la moral. ¿Fillol tenía méritos para ir a la Copa del Mundo? Por supuesto. Había sido parte de la escuadra nacional en el camino hacia la misma. ¿Zelada tenía más de los mismos que él? Dudosamente. No por minimizar su capacidad, sino porque él no tenía ni siquiera un minuto de juego en toda su vida con la Selección. En una fase de justicia un tanto extrema podríamos calificar todo esto como inmerecido, un reconocimiento no otorgado. Pero al mismo tiempo dio resultado. De manera muy vaga, claro está: La influencia de Zelada en la obtención del título es nula. Pero la decisión de Bilardo de mantener a Pumpido por sobre Fillol fue esencial. Y deja lugar para pensar que si Ubaldo Matildo hubiera estado entre los convocados, un hipotético malestar entre él y el DT habría dejado huella en el día a día de aquel equipo. Algo no hubiera sido igual.
La famosa mariposa aplastada que reposa en la suela de la bota en «El Ruido de un Trueno». Una piedra en el zapato del pensamiento de Bilardo. Ya no hablamos de capacidades físicas, sino tácticas. Hasta incluso de estar a gusto o no con el entorno. Y si todo este razonamiento aún deja fugas, tenemos el colchón de la mística para amortiguarnos: Como se dijo anteriormente, el Doc intentó ganarse a la hinchada anfitriona con Zelada. Estuvo más allá de todo, brindó un detalle que pocos hubieran tenido en cuenta. O que de haberlo tenido, no se hubieran animado a llevar a cabo. La historia no dirá que no lo llamó a Fillol, sino que se la «jugó» por aquel desconocido que hoy figura entre los campeones del mundo. En el armado del elenco campeón, se encargó hasta de los actores de reparto. Es una subhistoria de la consagratoria trama principal.
Pero ahora debemos ir un escalón más abajo a una situación que bien podría definirse como dramática. Vamos al período de semanas entre mayo y junio de 1986. Concentración de Argentina en la Ciudad de México. En uno de los baños que tiene el predio para ofrecer, un desencajado Daniel Passarella padecía una diarrea agresiva. El motivo era desconocido. La recuperación no se concretaba y el tiempo comenzaba a transcurrir. El reemplazante directo de DAP en el plantel era José Luís Brown, uno de los nombres más resistidos causa de su escasamente satisfactorio presente, ya que casi no era tenido en cuenta en su equipo, el Deportivo Español, y se postulaba que su nivel era insuficiente para tamaña situación: Marcar a figuras de primer nivel en un Mundial. Passarella no se recuperaría a tiempo, anulado por completo de cualquier cercanía siquiera a los entrenamientos. Brown jugaría a gran nivel como líbero, cambiando su vida (y la de todos nosotros) para siempre cuando, de cabeza, metió el 1-0 a Alemania Federal en la final. Uno de los futbolistas más criticados de los citados silenciaba cualquier cuestionamiento guiando a la Argentina a su segundo título. Y Bilardo, aquella luz en la oscuridad que se jugó por él, recibía una recompensa por semejante decisión.
Noviembre del 2012. Reaparece en esta historia Fillol. Y en declaraciones que da a la prensa, anexa a sus palabras a Bilardo y a Passarella: «Bilardo le dio en el 86 una purguita a Passarella que lo sacó del equipo. Y casi lo mata». Contundente. Vayamos a la primera pregunta racional que nace de este asunto: ¿Tendría Bilardo motivos para llevar a cabo semejante acción? Quizá para lo políticamente correcto, no. Pero para él, puede que sí. Buceamos de nuevo en el inconsciente colectivo y domamos la creencia de que el Doctor le dio un preparado a Passarella, capitán y emblema del ciclo menottista en la Selección, para sacarlo del medio, tener motivos suficientes para poner a Brown y así desarrollar tranquilo su estrategia. Un Passarella convocado, ya que previo a México 86’ el defensa tenía más aprecio popular que el propio entrenador, pero neutralizado. En el génesis de su gestión en el combinado nacional, Bilardo desarticuló a él de la capitanía, otorgándosela a Diego Maradona. Durante el tiempo restante, simplemente pateó hacia más adelante el momento del golpe final, motivado por una caída en el nivel de Passarella, por ejemplo. Pero si la suerte no ayudaba… entonces había que ayudar a la suerte. No podía haber, en la concentración, miradas de reojo o incomodidad entre pares. Había un precio a pagar y quizá Bilardo eligió pagarlo. «Costó mucho» esbozaría ante las cámaras años más tarde.
Deslicemos una frase extremista pero, en esta matriz, no descabellada: Si Bilardo era políticamente correcto, hoy posiblemente tendríamos tan solo un título de campeones mundiales. Si Fillol era titular ó si Passarella jamás se hubiese enfermado, hubiera pasado otra cosa. No sabemos que con exactitud. Pero habría sido distinto. El debate se dividiría en una facción alentando un «El fin justifica los medios» y una ración rezando el «Es preferible hacer lo correcto y dormir tranquilo». Y acá es donde entra la mística. Porque toda esta discusión sucede mientras sabemos que el Mundial del 86’ no nos lo saca nadie. Passarella descompuesto, tomándose del picaporte de la puerta del tocador para no desvanecerse, es una imagen que confabula la hazaña de la victoria. Que se disipa en los gritos del gol de Brown, bendecido de por vida por las imperfecciones del destino.
No es solo la copa lo que salva a la acusación, es también la anécdota. El factor de la «picardía», si es que lo podemos llamar así, que de no haber existido quizá nos hubiera dejado moralmente satisfechos pero con sed de victoria. Una carencia que duele como pocas. Cuando Bilardo dice «Sufrí mucho» quizá desentierra algún hecho del pasado que no lo enorgullece, pero que, según su modus operandi, se tuvo que hacer. Algo había que sacrificar. No se puede llegar al clímax de tu vida sin haber padecido siquiera un poco. Hay que ensuciarse al menos hasta los tobillos. En el barro más hediondo se esconde la moneda de oro más brillante. «Costó mucho» confiesa Bilardo. Él no olvida lo hecho. Dentro y fuera de la cancha. Lo que se dice y lo que no. No podemos deducir si siente culpa o no, pero si podemos garantizar que si se vuelve el tiempo atrás, volvería a hacer lo mismo, si es que todo esto tuvo lugar. No es un instinto resultadista, es un instinto de supervivencia. Si en la guerra cualquier agujero es trinchera, en la Copa del Mundo cualquier sacrificio (táctico o humano) es por un lugar en la final.
Y cuando pareciera que estamos en un auge embanderado en el lema «ganar o morir», podemos llegar a la conclusión de que todas estas historias insólitas que componen el que es para muchos el momento más glorioso de la Selección tuvieron lugar porque Bilardo no se tomó en serio la situación. ¿Bilardo no tomarse en serio la situación? ¿El mismo que hablaba de llevar a México un traje para levantar la copa o una túnica para exiliarse en Medio Oriente? Error. No me refiero a no tomarse en serio a su trabajo. No se tomó en serio las presiones tácticas, laborales y morales que conllevan al mismo. Bilardo supo desde un principio que todo lo bueno y lo malo moría o sobrevivía en la intimidad del equipo y en su pizarrón táctico.
Eran dos partes interdependientes que, en caso de estar en óptimas condiciones ambas, podía lograr el triunfo. Lo moralmente correcto, léase convocar a Fillol, bancar a Passarella ó amoldar sus tácticas a «los» jugadores y no a «sus» jugadores, era efímero. La perfección, la foto perfecta, el conformar al público, eran cuárteles morales en los cuales Bilardo desechó refugiarse. Supo que iba a morir en la suya. Entonces decidió desintegrar en la nada lo que para muchos hubieran sido pilares del planteo inicial. Ganar la copa del mundo le dio un justificativo a todo esto. Adornó de mística cualquier espacio vacío o hecho sin justificación para decirse en micrófono abierto. Sepultó en el silencio cualquier irregularidad y las mismas se llevará a la tumba. No solo porque él lo decidió, sino porque también es parte del mito.
«Costó mucho» dice entre lágrimas Bilardo. Y ahora lo entendemos por completo. Si le negué la posibilidad a un histórico de integrar un plantel mundialista, si intoxiqué a un jugador de renombre para poner en su lugar a un criticado y resistido defensa a jugar en su puesto, ¿cómo no les voy a pedir que por favor traigan la copa a casa para que todo esto no sea en vano? Bilardo es Bilardo porque precisó de su propia filosofía para justificar a Bilardo. Es una paradoja que pudo haberle arrancado los sesos al técnico si Argentina volvía de México con las manos vacías. Esa delgada línea entre convertirse en leyenda o haberse ensuciado por nada debió haber golpeado la ventana de Bilardo cada noche en la concentración en el D.F., hasta el pitido final absoluto que consagró a la Selección. «Sufrí mucho». Para Bilardo no es una irregularidad cometer una irregularidad mientras sea a por el bien común: La victoria. Porque el no convocado puede ser reivindicado y el afectado estomacalmente se puede recomponer. Ya habrá tiempo para perdones. O para no hablarse jamás. El Doctor ya está tranquilo. El avión vuela hacia Buenos Aires y el plantel nacional grita a viva voz «¡campeones!».
Existe una extraña pero válida comparación que podemos hacer para concluir esta idea. Pido ante todo que se me exonere de culpas por el spoiler que se avecina: En la película Taxi Driver de Martin Scorsese, Robert De Niro interpreta a un exquisitamente desquiciado veterano de Vietnam que conduce un maloliente taxi en las noches de New York a fines de los 70’. Ermitaño y un tanto fuera de sí mismo, planea un atentado contra un senador: Asesinarlo de un tiro frente a una multitud en una de las giras de campaña sonaba perfecto para él. Sin embargo, se ve neutralizado por la seguridad del mismo, quienes impiden que se acerquen al político antes de que pudiese siquiera atinar a sacar el revolver.
Con el resentimiento de aquel hecho, Travis adquiere un envión insospechado y decide que esa velada alguien (o algunos) efectivamente recibirían disparos. Sus noches conduciendo le habían hecho conocer las diferentes fechorías nocturnas de sus pasajeros. Entre ellas, la existencia de una casa en la ciudad donde prostituían menores. Travis conduce hasta allí y acaba con la vida de los dueños de aquel nefasto lugar, liberando, esencialmente, a Iris, una jovencita magistralmente interpretada por Jodie Foster. Tras el hecho, él fue proclamado como un ídolo, recibiendo gratitudes e incluso también un llamado cálido y efusivo agradecimiento por parte de los padres de la pequeña. Travis era un héroe nacional. El mismo que quiso asesinar a un senador frente a un enorme puñado de gente. Una serie de sucesos hicieron que fuera reconocido por su hazaña y no por su (casi) tragedia. Es extraño. Es irónico. Es real. Es la delgada línea entre ser recordados por lo que hemos hecho mal o perdurar en la eternidad por lo que hemos hecho bien.
- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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