Historias
Pirata del Caribe
Inútil. El estar alejado de las canchas hacía a Duncan sentirse un inútil. Su rodilla se encontraba anclada en una arteria de dolor punzante que solo podía calmar con medicación y reposo. Desde un rincón de su habitación, su uniforme lo vigilaba, expectante de volverlo a envolver como en tiempos mejores. “Watmore”: su apellido bordado en letras blancas está en el horizonte de su pieza. El Sunderland, equipo de fútbol en donde se desempeña como volante ofensivo, sigue su paso sin contar con él en su plantilla, y eso no lo deja dormir. Ni hablar del frío y gris clima que su ventana desemboca: Tyne y Wear es un condado de vidrios empañados, narices rojas y lluvias constantes.
Por las noches se despierta, algo cojo y dormitando, y se pone a ver videos suyos en You Tube. Parece que quisiera despertar de alguna forma a su malograda rodilla, como si revivir sus proezas fuera suficiente para sanar. Duncan Watmore tiene 23 años recién cumplidos y siente que si no vuelve a jugar para el Sunderland en el corto plazo, simplemente enloquecerá.
En una de esas escenas ya cotidianas de sus melancolías a altas horas de la madrugada, en algún rincón de su hogar se oye el ritmo de pisadas descalzas. Escasos segundos luego, Sophie se hace presente en el living de aquel hogar en algún suburbio inglés. Pelo lacio y oscuro, piel blanca y unos ojos color miel capaces de traer calidez incluso a ese lúgubre rincón de UK, paseó sus ojos por lo que quedaba de su novio Duncan y decidió que era hora de dar un giro brusco si es que quería subir el ánimo –y las ganas de existir- de su concubino. En algún desayuno tardío que habían tenido ambos, ella había balbuceado sus ganas de visitar el Caribe con su amado. Triturando en su boca una tostada, y con su lengua ardiendo en café, Duncan asentía de forma leve, pateando definiciones para un futuro no tan próximo.
Sophie decidió que el cielo gris, el viento helado y las ramas puntiagudas inundando el horizonte eran un escenario el cual no relajaba el reposo de Duncan. Todo lo contrario, lo encerraba aún más en sus propios hombros. Decidida, tomó su laptop y comenzó a averiguar a por un paquete turístico en el placentero lar caribeño. Acarició el cabello del muchacho y luego descendió su mano hacia su maldita rodilla. Duncan empezó a ablandarse, y ella comenzó a confeccionar en su relato lo bello que sería el compartir unos días en un lugar alejado de todos. Duncan entonces se dejó seducir. Al amanecer, mientras ella se encargaba de buscar hoteles y excursiones, él platicaba con su médico respecto a la posibilidad de mudar su tratamiento durante unos días a las paradisíacas playas que lo tendrían como transeúnte. El propio David Moyes, entrenador de Watmore, autorizó el receso isleño como una sana alternativa para su jugador. Era un exilio autorizado. Nuestro protagonista no necesitó una intervención severa de otros allegados, ya que al poco tiempo partía desde Londres rumbo al Aeropuerto Internacional Grantley Adams, en Barbados.
Mientras tanto, en otro rincón del Reino Unido, un matrimonio de la tercera edad bailaba una música añeja en la sala de estar. Están sumamente alegres. En poco tiempo festejarán sus bodas de oro en el Caribe, un viejo anhelo de sus tempranos años de noviazgo.
Duncan disfrutaba dejarse estar a la orilla del mar, con su espuma bordeándole su humanidad, soleándose sin prisa alguna. Había algo en el agua que lo tranquilizaba: tanto su padre como su abuelo habían sido marineros de largas horas en el océano pescando y comerciando. Las playas amarillas, archipiélagos microscópicos que las olas deshacían, parecían amoldarse perfectamente a su espalda, mientras dormitaba despreocupado sobre ella.
A veces, en esas tardes extensas y de sol radiante, fantaseaba con abandonarlo todo y poner una escuela de fútbol en Barbados. Quizá podría nacionalizarse y despuntar el vicio en la Selección. ¿Qué podía salir mal? Sophie aparece desde algún lateral de esa infinita escena y se acurruca a su lado. El paraíso debe parecerse a este lugar, o al menos eso es lo que piensa Duncan. Y de repente camina por la orilla, y cojea menos. Su mente está más tranquila y piensa mejor. Como parte del banquete de placeres que las Antillas le regalaban, Duncan aceptó sin pensarlo la propuesta que Sophie arrojó desde sus labios: tomar un pequeño barco, con otros turistas, para conocer las profundidades del mar caribeño.
Hasta aquel atardecer del 29 de marzo, Duncan solo había conocido una clase de embestida, la que un jugador de fútbol puede hacerle. Los raspones y moretones en sus tobillos lo saben. Incluso una embestida en el césped había sido lo que lo marginó de las canchas y lo había catapultado a un barco navegando en las cercanías de Barbados. Duncan se relaja. Observa a Sophie, en puntas de pie y con la piel bronceada, balanceándose en el barco, dejándose llevar por la marea. Un matrimonio de ancianos, a lo lejos, se fotografía con el océano de fondo. Ríen con sus rostros arrugados enchinando sus ojos. Las únicas embestidas que conocía Duncan venían con botines por delante y culminaban mordiendo pasto. Pero ahora estaba por conocer otra. De forma insólita, un catamarán se cruza en el trayecto del barco turístico, e impacta en él partiéndolo en dos. Duncan busca estabilidad pero queda tambaleándose en la mitad que, milagrosamente, se mantiene a flote. Pero la parte restante comienza a ser devorada ferozmente por el agua salada, y gritos ancianos parecen orar por sus vidas en algún rincón de entre los restos de madera, las olas emergentes y la confusión.
Duncan identifica a Sophie sosteniéndose en lo que quedaba del barco. Está bien, pero asustada. Él se aproxima a ella, posando primero la punta de su mano sobre su hombro y luego desenvolviéndola rumbo a él. La abraza. Se verifican mutuamente en rastreo de heridas o cortes. Duncan no olvida al matrimonio de ancianos que detrás suyo lucha por su vida. También identifica a otra pasajera intentando nadar entre gritos y un líquido espeso que de desplaza desde su muslo a su tórax. Sangre y sal. Un tronco metálico del barco es lo suficientemente apto para mantenerse a flote y que Sophie se sostenga a él. Le implora que no se suelte, la observa a los ojos y le dibuja un beso en su frente. Luego se sumerge en el agua en búsqueda del matrimonio.
La Guardia Costera de Barbados concurre a un escenario donde lo percibido puede ser terrible. Un catamarán impactpo contra un barco y se da por descontado que puede haber heridos de gravedad, así como también víctimas fatales. Se sorprenden cuando ven a un muchacho rubio, con la piel de gallina y cojeando en el agua, levantando un brazo, y teniéndose con el otro desde un cachafarro de barco. El matrimonio octogenario está a salvo, teniéndose de una pieza sobreviviente del navío. Sophie calma a la muchacha herida, recostada sobre los restos de la embarcación. Tiene un corte profundo en su pierna, pero Duncan había calmado la herida aplicándole un torniquete con su propia remera. El hecho de que haya salvado la vida de tres personas estando con una de sus piernas maltrechas es considerado un milagro por las autoridades locales. El estado físico que aún conservaba Duncan, sumado a la ventaja que su posición al momento del impacto le dio de cara al hundimiento, le permitió articular un improvisado rescate de pasajeros.
Escaso tiempo después, Duncan Watmore regresó a Sunderland para concluir su tratamiento. Aplaudido y vitoreado por propios y extraños, el héroe tenía una sensación de satisfacción que había extraviado cuando la lesión malogró su suerte. Extrañamente, de haber tenido su rodilla sana, es impensado que hubiera pisado Barbados en aquella ocasión. La caprichosa hoja de ruta que nos arroja la vida quiso que estuviera a kilómetros y kilómetros de su hogar para salvar la vida de tres personas.
En septiembre, finalmente, regresó a las canchas. El áspero y rasposo fútbol inglés podía ser una amenaza para su aún sensible rodilla, pero hay quienes dicen que el propio Duncan bromea sobre esa alerta: “A mí me embistió un catamarán, ¿le voy a tener miedo a un defensor?”.
- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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