América
Por la sangre de Abdón
La efusividad, el sentimiento, el famoso «señores dejo todo», hasta la mismísima vida… ¿por qué no? Tintes enmarcados dentro de los cánticos que rezan los miles de peregrinos, de diversas religiones y millones de templos, que todos los fines de semana corean durante su misa: seguir a su equipo. Para muchos 90 minutos, para otros más que un partido. Cada quien, hincha o no, tiene su visión particular sobre la preponderancia que en la cotidianeidad obtiene este deporte en hombres y mujeres. Pero, ¿y si realmente uno amase hasta la muerte?
«El fútbol no tiene nada que ver con la vida. No sé cuánto saben de la vida, pero de fútbol, poco», una de las frases de cabecera que predican quienes depositan este deporte en un selecto pedestal, incluso aún por encima de muchas cosas que, para algunos más racionales, tendrían más prioridad. Hinchas, jugadores, directores técnicos, periodistas, espectadores parciales… todos tenemos un mínimo dejo del balompié dentro nuestro. A veces, estos caminos, los de la vida y el fútbol, se entrecruzan hasta anidarse en un mismo fin.
Abdón Porte era un joven como cualquier otro, pero predestinado a que su historia sea conocida en todo el mundo. De natalicio en el barrio de Libertad, departamento de Durazno, Uruguay, el Indio comenzó a despuntar el vicio con la pelota desde pequeño en el club Colón, anhelando algún día aterrizar en el corazón de su verdadero amor: el Club Nacional de Football.
Fue en 1911, cuando José María Delgado se erigió como presidente, que se dio una apertura para jugadores de raza y nacidos en sectores populares. El joven defensor central, devenido a mediocampista, firmó con el Bolso. Su sueño era tangible, el de poder jugar en el mismo cuadro que sus ídolos de la infancia: Bolívar y Carlos Céspedes.
Luis Scapinachis, viejo amigo del centrocampista, en su libro «Gambeteando frente al gol: Anécdotas y relatos deportivos», lo definió como «un típico hombre defensivo de estilo combativo; tenaz centre-half’ de un período brillante del fútbol oriental. Abdón Porte era notable, con virtudes y cualidades extraordinarias, defensivas y de colaboración, bien conocidas y recordadas por mucho tiempo, por los aficionados de antaño. Era un muchachón bueno, ‘amigo de los amigos’; gauchazo para hacer bien. Manso en la cancha aunque lo ‘rompieran’ a patadas».
El Decano era su vida. Vivía por y para esa institución. Puso cuerpo y alma dentro del campo en 207 partidos, conquistó 13 títulos locales -entre ellos, cuatro ligas domésticas, cinco Copas de Honor y cuatro Copas Competencia- y seis internacionales: tres Copas Cousenier, dos Chevallier y una Aldao.
¿Podemos sumar más? Claro, a su largo palmarés podemos agregar que en 1917 fue parte del plantel de la selección de su país que atrapó la segunda Copa América. Su porvenir parecía brindar sonrisas por doquier, brindándose por completo en su segunda casa, con planes de compromiso para el corto plazo y con el bonus de representar a su nación. Pero todo eso acabó.
El año 1918 comenzó y los rendimientos del patrón de la zona medular comenzaron a mermar. Para colmo, la figura de Alfredo Zibechi, volante dos años menor que él, de gran proyección y ojeado por los entrenadores para erigirse como el nuevo volante de la zona de contención, comenzó a crecer y sus presencias en el verde pastizal empezaron a disminuir.
Fue entonces cuando la comitiva del elenco montevideano decidió apartarlo del primer equipo, siendo su último escollo el Charley. Fue 3-1 en su despedida, pero ni siquiera su gran nivel durante el tiempo reglamentario le sirvió de consuelo, para apaciguar el dolor en el pecho que le dejaba el no poder saltar desde el vestuario a la cancha, el no ver a su gente corear su nombre, el no tener el escudo de Nacional estampado sobre su corazón como todos los domingos.
Los festejos posteriores a la goleada ante el rival de turno perfumaban el ambiente con el hedor del adiós. Como un solitario, como un niño que no encuentra consuelo, huyó de la reunión de camaradas en pos de emprender un nuevo viaje -el último tal y como estaba premeditado- hacia el «Gran Parque Central», primer estadio mundialista y casa del Albo cuando hace de anfitrión.
La madrugada del 5 de marzo quedará para siempre en la memoria colectiva de todos los «tricolores». Ido, pero decidido, miró hacia las gradas y emprendió una marcha lenta y firme hacia el circulo central. Allí, con la triste y solitaria compañía de dos cartas que posaban en un sombrero de paja, enfundó su arma de fuego y, con un certero balazo, dejó el suelo de los mortales y pasó a mejor vida. Paradojas del destino: el mismo lugar que lo cobijó en el natalicio de su precoz carrera, era espectador de lujo en su paso a la eternidad.
“Querido doctor don José María Delgado: Le pido a usted y demás compañeros de Comisión que hagan por mí, como yo hice por Uds.: hagan por mi familia y por mi querida madre. Adiós querido amigo de la vida”, profesó en uno de sus escritos el prócer de 25 años, de puño y letra.
Tiempo más tarde, fue Scapinachis quien confesó las verdaderas causas de su precipitado suicidio: «Anidaba en su corazón y en todo su ser el deseo de vestir siempre la tricolor, y cuando empezaron a flaquearle las piernas cargadas de victoria, ante la cruel perspectiva de ser eliminado del conjunto, optó por eliminarse».
Hoy, a más de un siglo de ese acto fatídico, los homenajes se vislumbran por doquier en el ceno del elenco de la capital. Su camiseta conmemorativa, su propia platea y un torneo local con su nombre como rótulo hacen que la imagen del ídolo siga vigente para todos los amantes de este deporte, no solo los nacionalistas.
Fin de semana tras fin de semana, en las tribunas del Parque Central el pedido de la falange «bolsilluda» es al unísono para con los futbolistas: que dejen la vida por su casaca, como lo hizo él. La connotación figurativa queda en evidencia, pese al dicho de «hay amores que matan». Las banderas en el GPC hablan y una en particular se observa más que al resto, ya que sentencia: «Por la sangre de Abdón».
“Nacional, aunque en polvo convertido y en polvo siempre amante no olvidaré un instante lo mucho que te he querido. Adiós para siempre. En el Cementerio de La Teja, con Bolívar y Carlitos”.
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- AUTOR
- Julián Barral
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