Opinión
Que la suerte nos acompañe
En el fútbol como en la vida, la suerte sólo constituye un factor más dentro de las variables que determinan las posibilidades de éxito. Encontrar en los imponderables la causa de aquello que dejamos a merced del azar es una práctica común en todos los aspectos de la cotidianeidad. Sin embargo la desidia, la omisión, el error o la postergación suelen ser los verdaderos disparadores del tiro final que termina asestando la fortuna o la falta de ella.
Cuando uno depende de la suerte queda en manos ajenas. Se aparta del valor y la seguridad de la planificación para conocer el riesgo fluctuante de la imprevisibilidad. En ese estado la suerte pasa a ser un factor determinante y uno termina dependiendo de la orientación de los vientos de la fortuna, conduciendo un automóvil sin frenos que puede quedarse sin combustible a tiempo o chocar de frente con la realidad del descontrol en la primera curva.
El recorrido histórico del Seleccionado Nacional de fútbol ha transitado el camino de la improvisación hasta 1974. Luego de clasificarse finalista de la primera Copa del Mundo en 1930, un certamen donde no participaron las nacientes potencias del fútbol europeo, el combinado nacional desaprovechó generaciones de enorme talento, chapoteando en el barro de la desorganización y el desinterés. Así nuestro representativo fue eliminado por Inglaterra en 1966 de manera polémica cuando contaba con chances de éxito (no por causa de una planificación ordenada), pero sufrió reveses categóricos en 1962 y 1974 sumido en la incertidumbre dirigencial y no consiguió el pasaje a México 1970 como resultado de un notorio desinterés en su presente.
La llegada de César Luis Menotti tras una impresentable primera mitad de los 70, fue la bocanada inicial de un Seleccionado tratado con seriedad. Con la organización de la Copa del Mundo de 1978 en el bolsillo y la necesidad gubernamental de un equipo competitivo que distrajera multitudes, el entrenador obtuvo la respuesta esperada. La Selección pasó a ser prioridad número uno para el fútbol argentino. Y el primer título mundial pareció ser un guiño para la continuidad por el camino del orden y la planificación.
La pobre participación en España 1982 no dinamitó el camino. Con Carlos Salvador Bilardo, aún en las antípodas ideológicas de Menotti, el trabajo continuó por los mismos carriles. La Selección se mantuvo al tope de la lista de atención de nuestro fútbol. Y Bilardo aprovechó una extraordinaria etapa del medio nacional con dos campeones intercontinentales de clubes y el excelso Argentinos Juniors que cayó por penales ante la poderosa Juventus, para conformar un equipo que pasó de villano a héroe de la mano del mejor Diego Maradona de la historia.
La travesía de Bilardo continuó hasta 1990, pero quizá ese fue el punto de partida de este crítico presente. Un plantel con aroma a nostalgia y con una actualidad discutible viajó a Italia para defender el título. Y pese a un bajísimo nivel individual y colectivo, con jugadores -Maradona incluido- cayéndose a pedazos desde lo físico, Argentina consiguió un milagroso subcampeonato que se celebró y se recuerda tanto como los dos títulos del mundo. «Héroes Igual» celebraba la portada de un reconocido semanario deportivo. Claramente lo eran, pero no es lo mismo ser héroe que ejemplo.
La gesta sentó un mal precedente. Un sector importante del periodismo y la opinión pública comulgaron en que lo único importante era ganar y lo demostraron a viva voz con un equipo que había llegado a la final -y perdió con polémica- mediante valores más cercanos a lo anímico y lo actitudinal -además de una tremenda suerte- que a la estética futbolística. Y en base a esta realidad tan indiscutible con el diario del lunes como improbable si alguna de las incontables situaciones de gol que dilapidó Brasil en el choque ante Diego y compañía en octavos de final se metía en la portería defendida por Sergio Goycochea.
Hasta el ingreso de ‘Goyco’ tras la fractura sufrida por Nery Pumpido en la segunda fecha del torneo significó un abrazo de la suerte a las posibilidades argentinas cuando el ex arquero surgido de River Plate contuvo cuatro penales decisivos para arribar a la definición con dos triunfos, tres empates y una derrota con aroma a catástrofe en el debut ante Camerún. Con Brasil e Italia en el camino y los antecedentes de 1986 que incluían a Alemania, Inglaterra y Uruguay en la nómina de los derrotados por Maradona y compañía, Bilardo fue endiosado a destiempo y sus preceptos iniciales (válidos y efectivos) terminaron confundiéndose con el éxito afortunado en la confusión y el desorden.
Lo que vino después es historia. Sin análisis. Un solo partido crucificó a Alfio Basile y a Marcelo Bielsa. Daniel Passarella quedó a mitad de camino entre el éxito y el fracaso. José Pekerman se escapó a tiempo ante el desorden generalizado. Sergio Batista, un retorno indebido de Basile, Maradona, Gerardo Martino y ahora Edgardo Bauza aportaron su granito de arena a una dirigencia que se valió de su obnubilación, con un puesto que no alcanzaron por mérito, para generar negocios turbulentos exprimiendo los nombres propios que han vestido la celeste y blanca. Sólo Alejandro Sabella tuvo la cintura suficiente para separar al plantel elegido de la realidad circundante y le impuso algo de impronta propia a su versión del seleccionado. Demasiado poco para tanto tiempo.
El resultadismo atroz. La creencia en la victoria a como dé lugar, sin necesidad de medios adecuados para lograrlo. La falta de ideas y la necesidad de un partícipe necesario (un entrenador aliado a la causa) de tanta tramoya indebida nos empujaron a un tobogán sin retorno. Hoy solo nos pueden salvar los jugadores. Estos muchachos que nos llevaron a tres finales pero son denostados en casa y vivados fuera de ella. Estos representantes desgastados por una realidad que aceptamos todos y que hoy critica al finalista derrotado, cuando convirtió en leyenda un resultado sin contenido y con algún olor a trampa.
Merecemos estar donde estamos. Somos cómplices de la dirigencia futbolística que tenemos, porque extrañamos los artilugios de Julio Grondona para mantener con vida procesos de pésima calidad. Esto no es casualidad. Esto es producto de la desidia, de la falta de rumbo, de querer ganar como sea y entender al resultado por fuera de los procedimientos y las ideologías. Por sorprendernos con el Barcelona de la última década y colocar la camiseta transpirada por delante de la elegancia y el perfume de la estética. Por aplaudir al vendehumo y pegarle a los que quieren la pelota.
Este camino parece no tener retorno. Podemos o no ir a Rusia. Podemos ganar o perder porque la calidad de algunos de nuestros jugadores permite algún triunfo oportuno. Pero la capacidad para acompañar y aprovechar la calidad individual de los futbolistas no aparece. Seguimos entregándole la Ferrari a gente sin recursos para conducirla. Y en estas condiciones tal vez pronto volvamos a corear aquel nombre sagrado del 0-5 contra Colombia. Aunque ahora nadie vendrá a rescatarnos. Y quedaremos solos ante el espejo de la vergüenza.
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- AUTOR
- Nicolás Di Pasqua
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