América
Que tire la primera piedra
“Pienso que todos tenemos muchas vidas que vivimos al mismo tiempo. Pero nuestra capacidad de percepción sólo nos permite ver una. Sin embargo, las otras están ahí. Por decisión o por azar podemos también vivirlas”.
A orillas de una vereda, agarra sus llaves y comienza a desgarrar una botella de plástico pelada. Es una técnica que perfeccionó con el paso del tiempo. Se clava una de sus puntas y luego, con paciencia, se corta el cuello en su totalidad. Él se siente extraño. Como si tuviera la sensación de que algo oscuro se tejía sobre su cabeza. Quizás eran los nervios. O la acidez voraz que lo atormentaba hacía una semana. Una gota de sudor, entonces, se escapa de su gorra.
River Plate era lo único que lo había mantenido cuerdo en el último tiempo. Su mujer, Gloria, se había marchado de casa por motivos que él prefiere esquivar. Su amante, Karen, había optado por enderezar su vida y salvar su matrimonio, ahogando para siempre sus aventuras a escondidas de todo y de todos. Su mejor amigo, El Gordo, llevaba ya seis meses muerto. Había sido agujereado a balazos en un barrio bajo. Nunca se esclareció el motivo. Se había aventurado en ir a adquirir cocaína por expreso pedido suyo. En una jornada diferente, él lo hubiera acompañado. Pero el laburo pesa mucho cuando el estómago ruge. Ese día, él trabajó y El Gordo fue en solitario a buscar la droga. No lo vería hasta su funeral al día siguiente.
Comenzó a beber largas y largas bocanadas de Fernet barato y tibio. Sudor, tragos y mirada perdida. Nervios. Nervios punzantes. Pero muertos. Los nervios muertos de alguien que atravesaba las tragedias –sus tragedias- a diario. La lengua comienza a pesar, la mirada es balbuceante y el paso renguea. Está ebrio y lo sabe. Por un momento piensa en el vacío de estar a las puertas de un hecho histórico y no tener a nadie con quien compartirlo. Al pedo. El optimismo necio de la borrachez le permite pensar que el lunes, en la obra, podría refregarles a los muchachos el haber estado en la popular el día que su River le ganó una final de Copa Libertadores a Boca. Algo por qué sonreír durante la aplastante jornada de trabajo, en la obra, en el bondi de ida y también en el de vuelta, en la cena sin sabor a la noche, en el sueño estorbado y plagado de oscuridad a la madrugada, que cada vez le resultaba más corta.
Ebrio, muy ebrio, se topó con Rubio. Un tipo que él siempre despreció. Gritón, sobrador, mala leche. Eso mismo. Un mala leche de punta a punta. Deseaba escupirlo cada vez que lo veía. Le dijo algo de un micro que se aproximaba. Un micro de Boca Juniors. ¿Qué entendía él a todo esto? Nada. Estaba preso de su migraña nostálgica. Sus amores yéndose para siempre. El Gordo reposando en su ataúd. Su trabajo mal pago y gris, tremendamente gris. A empujones, una bandita de hinchas lo llevó hasta un rincón de las inmediaciones de el Monumental. Algo estaba por suceder.
Comenzaron a sentirse gritos. Puteadas, limpias. Él siempre tuvo un don. O algo así. Hallaba piedras donde sea. Y sino, las improvisaba. Se hizo un pique hacia un volquete que había visto a unos metros. En el camino revoleo la media botella vacía. Tomó una piedra grande y otras pequeñas. Estas las arrojó apenas llegó al lugar cumbre, como compartiendo con pereza para quien quisiera sumarse al acto. Conservó la contundente y extravió el sentido de la vista. Solo se veía las lagañas al ritmo de las putedas barrabravas. Pensó en la última vez que hizo el amor con Karen. Falso, pensó en la vez que conoció a Gloria, en una estación de servicio, de resaca tras una noche de baile y alcohol. Mentira, pensó en El Gordo. En el tormentoso hecho de que jamás, nunca, ni por un segundo, compartiría de nuevo un asado con él. Esas tertulias comenzadas alrededor del fuego y culminadas con tandas de coca, las panzas hinchadas y las risas aullando hasta altas horas. El Gordo no existe más.
No supo reconocer cuántas horas habían pasado. El sudor frío y la afonía habían sido disparadas por la corrida interminable que tuvo que mandarse. No reconocía con exactitud el barrio en el que estaba. Pero la embriaguez se había ido y el pánico lo acechaba. Se había sacado la gorra y refregaba sus manos por la cara cuando algún grupo de personas se le aproximaban en la calle. Temía ser reconocido. No sabía bien la gravedad del asunto. Sabía que su piedra había dado en el vidrio y eso era malo. Tan malo que generó que el partido no se jugase. Él acababa de arruinar el único faro interesante en su oscura existencia. No podía entender, apenas podía darle paso a la primera resaca del anochecer. Lo atormentaba la idea de ser perseguido (de nuevo) por la policía. Pero más lo entristecía que El Gordo no estuviera allí para escapar juntos.
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- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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