Historias
Real Madrid vs Castilla: Jugar contra mi otro yo
Quizá sin ser la mejor forma de describirlo, sin ser la mejor manera de desentramarlo, el fútbol español vivió una temporada a la que la psicología podría adentrarnos sin ningún tipo de dudas. El yo guerreando contra el otro yo nos encuentra en un escenario diferente, un rectángulo verduzco delimitado por fronteras de cal, en donde una gresca decisiva enfrentó a dos equipos de una misma procedencia batallándose a duelo por una corona que ya estaba puesta, ya que, al menos su simbología explícita, señalaba que estaba en su poder.
El tema de las filiales en el balompié representa un tópico de discusión, preguntas y argumentos de vagas certezas. Con modismos que no se vislumbran tanto en otras partes del mundo, las escuadras “B” son habitués competidores de las ligas de segundo o tercer orden, pero con varios impedimentos en su haber. Agarraremos un caso emblemático para poder representar lo que queremos decir.
En el año 1952, por ejemplo, el conjunto adhosado del Valencia conquistó el ascenso a la primera división. Con figuras de la talla como Antonio Timor, Francisco Sendra, José Mangriñán, Daniel Mañó, Sócrates Belenguer y Antonio Fuertes, conducidos por el cráneo de Carlos Iturraspe, supieron concretar una de las mayores campañas en el escalafón de plata atrapando una de las plazas que los depositaría en la élite.
Sin embargo, el peldaño máximo alcanzado jamás se materializó. ¿Por qué? Uno de estos apéndices no puede compartir la misma categoría con la entidad principal. En ese momento, el conjunto Ché disfrutaba su banca dentro de La Liga, lo que imposibilitaba estructuralmente el catapulte de los jóvenes provenientes de la cantera. Pero esta situación no sólo se vio impedida por una mera cuestión reglamentaria, sino también ética que el Presidente Lusi Casanova explicó: “El Mestalla ha cumplido con su obligación de jugar y ascender, y el Valencia con la ayuda de impedir que un club tuviera dos equipos en la misma categoría, lo cual era tanto como comenzar la liga con cuatro puntos de ventaja. Eso hubiera sido jugar sucio y la honorabilidad del club no podía permitirlo”.
Por todo esto es que la crónica de hoy nos convoca a un escenario en donde la lógica se rompe, debido a que hasta la temporada 1990-1991 había una fisura no emparchada en el reglamento de la Copa del Rey, lo que posibilitó que diez años antes se dé la gesta más importante de un equipo dependiente de efectos federativos en dicha competición.
Corría la edición número 80 del certamen más federal del país ibérico. La antigua “Copa de la Generalidad” representa al trofeo más antiguo en la zona, con data desde 1903, en donde las mejores 84 instituciones asociadas a la Real Federación Española de Fútbol se baten a duelo para determinar quién es el campeón, otorgando la posibilidad a elencos de menor calibre de medirse con gigantes en esta materia.
Para el inicio de la temporada de 1980 los claros candidatos empezaban a asomar para quedarse con la presea. El Real Madrid, poderoso de antaño, el Barcelona, máximo ganador de la competición, el Athletic de Bilbao, un escalón más abajo pero con gestas importantes en la eliminación directa, o el Atlético de Madrid, acostumbrado a escabullirse y robar el regocijo y las sonrisas a los más grandes, serían sin dudas los nombres propios por los cuales apostar en estos casos, aunque a veces apoyar al que más paga, producto de sus “debilidades”, trae sus beneficios.
En las rondas más avanzadas, los poderosos empiezan a colarse en el cuadro, luego de los mano a mano entre aquellos que poseen lugares de menor envergadura. Pero, dentro de todo ese rejunte de apellidos rimbombantes y nombres excelsos, empezaba a asomar un candidato desconocido que, a fuerza de buen juego y nombres importantes, buscaba hacer historia.
El Real Madrid Castilla representa un anexo más dentro del fóbal que apaña la bandera nacional roja y amarilla. Fundado en 1947 bajo la antigua denominación de Agrupación Deportiva Plus Ultra, pasó a ser la “reserva” del Real Madrid el 21 de julio de 1972. Con el estadio Alfredo Di Stéfano como escenario, fue nombrada en 2014, por el diario L’ Équipe, como una de las canteras más importantes del viejo continente ya que, en ese año, al menos 34 futbolistas de allí surgidos militaban en alguna de las cinco competencias más importantes de Europa.
Pero volvamos al año 1980. El Castilla comenzó su andar en las rondas preliminares, donde dejó atrás al Extremadura, Alcorcón y Racing de Santander, entidades de mismo calibre provenientes del ascenso. A partir de la cuarta llave, los rivales pasaban a ser de primera división y su primer contrincante fue el Hércules F.C. Una estrepitosa caída por 1-4 en la ida hacía presuponer que su suerte estaba echada. Pero no fue así, porque, como sabemos, este deporte está hecho para los milagros. Un 4-0 en casa los envió a los octavos de final para medirse con el Athletic.
Con los de Bilbao la cosa fue más reñida. Un 2-1 en el global los empujaba aún más arriba, donde el mote de “Cenicienta” empezaba a resonar. En cuartos, un 3-2 a favor ante la Real Sociedad, y un 4-3 en semifinales ante el Sporting de Gijón, los dejarían a las puertas de la gloria, encontrando el último eslabón de la cadena de éxitos a la vuelta de la esquina, con un valor agregado: convertirse en el único equipo de ligas menores que despide del torneo a cuatro instituciones de primera.
Del otro lado, el Real Madrid -el “Yo” propiamente dicho- hizo lo propio hasta llegar a la final. Venció 5-2 al Logroñés, transpiró más de la cuenta pero despachó 3-2 al Real Betis y tuvo mejor suerte en la tanda de penales ante el Atlético -rival de toda la vida- en semis, donde el score quedó igualado en uno aunque salió triunfante 4-3 en los tiros desde los doce pasos.
El partido decisivo los encontró juntos. Sí, el Real Madrid jugaba frente a sí mismo, y no es una expresión que hable de nerviosismos de un equipo que tiene como adversario una barrera mental impuesta, producto de cualquier factor adverso que deba vencer, sino que su homónimo, el más chico de la familia, su reflejo en el espejo, hacía que choquen en la finalísima.
El Santiago Bernabéu, como no podía ser de otra manera, cobijó la batalla decisiva ante los ojos de 65.000 aficionados. La “Casa Blanca” salió aquella noche con: Mariano García Remón ; Andrés Sabido, Benito, Pirri, José Antonio Camacho; Ángel de los Santos, Vicente del Bosque, Stielike; Juanito, Santillana y Laurie Cunningham, todos vestidos con la indumentaria tradicional y dirigidos por Vujadin Boškov.
Del otro lado, el “David” de esta zaga vs “Goliat”, partía con esta oncena: Agustín Rodríguez; Juanito Felipe, Enrique Herrero, Javier Castañeda, Casimiro Torres; Ricardo Álvarez, Ricardo Gallego, Miguel Bernal; Francisco Pineda, Paco Machín y Valentín Cidón.
El desarrollo fue distinto al de un amistoso habitual en donde el equipo de primera juega ante el de reserva y la diferencia de jerarquía se nota. El escuadrón principal ganó por 6-1, con tantos de Juanito, en dos ocasiones, Santillana, Sabido, Del Bosque y Hernández, sumando un nuevo título al palmarés, pero con la sonrisa de saber que abajo había futuro.
El resultado de esta crónica no quita méritos al andar del Castilla, no sólo por llegar hasta el clímax del camino, sino también por su récord desplazando a escuadras de la élite y por lograr algo que no va a volver a repetirse debido a la imposibilidad de que filiales participen, nuevamente, de esta competencia.
El duelo entre el yo y mi otro yo dejó algo más que un simple hecho anecdótico, arrojó también una épica que perdurará para siempre y, ¿lamentablemente?, no volverá a repetirse.
- AUTOR
- Julián Barral
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