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Todos los goles del Presidente
En las calles de Monrovia las paredes sudan polvo que decae de su fachada destartalada y los considerables rastros de balas que exhiben algunos de los edificios de la ciudad. El sol ciega a los transeúntes que maldicen los restos de heno que se pegan en sus sandalias y pantalones, mientras apuran la caminata por calles con semáforos descompuestos nutridas por autos de modelos que fueron furor décadas atrás, y que hoy son habitúes del mercado automotriz de aquel lar. Estamos en la capital de Liberia, país latente en el oeste africano, en donde los rincones de miseria, desazón y guerra aún gritan hasta quedarse afónicos. La inestabilidad que acarreó este país en los últimos treinta años nos arroja una historia digna de un capítulo de A Sus Plantas Rendido Un León, célebre novela de Osvaldo Soriano que relata las desventuras de un cónsul argentino en un país ficticio del continente mencionado.
Por citar una porción de la historia que dibuja el ser liberiano, Samuel Doe, quien accedió a la presidencia en 1980 por golpe de estado y se mantuvo en la misma gracias a elecciones amañadas, fue un fiel lacayo de Ronald Reagan, y de los Estados Unidos en sí, en los últimos respiros de Guerra Fría. A diez años de su ascenso al poder, con la Unión Soviética agonizando y George Bush Padre al mando posicionado más en la Guerra del Golfo que en mantener aliados para un conflicto que estaba por dejar de existir, los Estados Unidos le soltaron la mano y eso motivó a que un conjunto de guerrilleros lo derrocaran. El video de Doe arrodillado, con una oreja cercenada mientras su verdugo bebe una Budweiser, fue una imagen de los turbulentos tiempos que transitó en aquel entonces Liberia.
Sería una mentira, sin embargo, decir que esa clase de reputación ha quedado archivada en el baúl de los pésimos recuerdos de una nación. La guerra civil concluida en 2003 aún repiquetea por un país que ansía la estabilidad sociopolítica pero aún debe superar los traumas de una generación nacida y criada en una guerra sangrienta. Entre los vaivenes de una rutina colectiva que hace mucho tiempo busca retomar una realidad que pocos reconocen haber vivido, la matriz política transcurre entre el fervoroso activismo y las experiencias endebles de sujetos que aceptan que la política en Liberia implica no solo el poder aplicarla sino también en aprender a construirla, debido a que sucumbe en aquella nación un historial constitucional aún débil y frágil. En esa vorágine se encuentra George Weah, leyenda del fútbol africano, astro del AC Milán criado en el fútbol francés y uno de los más grandes jugadores que hayan pisado jamás un estadio. Criado en las calles arenosas y polvorientas de Monrovia, desde hace más de una década que King George siente en su accionar el deber de devolverle algo a su país, hundido en la miseria y los conflictos bélicos. Concluyó su carrera en 2003 y tan solo dos años después decidió que era tiempo de predicar con el ejemplo. Desechó centralizar sus fuerzas en una fundación, en labor de embajador de alguna ONG, en partidos a beneficio o donando parte de sus suculentas ganancias a algún hospital de su país. Weah iría al máximo en sus aspiraciones: él quería ser electo presidente de Liberia. Y a eso se abocaría apenas empacó los botines y la redonda en lo profundo de sus recuerdos.
Las historias en donde el fútbol se entremezcla con la política pecan de caer en dos lugares comunes. En primera instancia, el futbolista que empeña su carrera, y el reconocimiento que la misma acarrea, en potenciar una campaña que muchas veces suele basarse más en lo que logró dentro del campo de juego que en propuestas sólidas. Palabras más palabras menos, casos de futbolistas que reprimieron sus ganas de militar políticamente debido a las concentraciones y partidos que devoraban su itinerario, y una vez concluida la experiencia se abocaron a la materia.
Pero también está la política interna de un equipo de fútbol, que adquiere un extenso carácter multifacético. No es lo mismo un hincha de Independiente que vota por Hugo Moyano al verlo como el único candidato capaz de poner plata para reabastecer a su equipo, que un fanático de un club de Inglaterra cuyo conjunto está encabezado por capitales asiáticos con más labor de inversores que de mandamases. Pareciera ser que, en un plano general, el fútbol y la política son dos sectores aislados uno del otro. La redonda girando en el césped es distracción, una arena fuera de las tensiones sociales, la economía en picada y el trabajo escaso. Pero al mismo tiempo el fútbol engloba un sinfín de postulados políticos: vamos a la cancha y pagamos cien pesos a un sujeto que promete cuidarnos el auto, personaje social que, amén de la disconformidad que puede ocasionar, es aceptado en silencio como un desliz del sistema que da luz verde a trabajos cada vez más marginales. Política. Entramos a la cancha, compramos una hamburguesa cuyo vendedor pactó con sus pares en qué sectores distribuir las ventas y cuánto cobrarlas. Política. Vemos la popular que tenemos de frente y vislumbramos un espacio vacío para la barrabrava, código pasivo de la sociedad de los estadios en donde los pesados de dicho sitio tienen reputación suficiente para denegar a cualquier persona externa a su asociación que se siente en “sus” lugares, y posiblemente puedan amenazar con consecuencias a quien vulnere la regla gracias a sus vínculos con popes de la institución. Política. Hoy debuta un jugador adquirido en un plan de pagos por parte de la dirigencia, que priorizó esa compra por sobre otras y cumplió la promesa de traer un player de nivel. Política. Quienes no están en el estadio ven el partido televisado desde su casa, en nuestro caso por Fútbol Para Todos. Política. No descubro nada al decir que este ítem hilvana un sinfín de debates políticos en torno a su utilización y financiamiento.
El fútbol puede ser una distracción, pero está dentro de un sistema, un sistema en donde la política no es un diputado gritando a viva voz en una sesión, sino que representa una actividad humana de menor o mayor transformación social y decisión táctica a modo de rutina.
Mientras la carrera de Weah se apagaba, Liberia ingresaba a la conclusión de una devastadora guerra civil que transcurrió a lo largo de cuatro años, con disidentes armados vulnerando la rama constitucional y dejando el desarrollo político a nivel país en jaque. La paz arribo con asistencia de Naciones Unidas, que articuló un acuerdo en agosto de 2003 alentando al desarme, y un gobierno de transición. Bajo el ala de este último se anunciarían formalmente la realización de elecciones en octubre de 2005. Con la fecha de comicios confirmada, Weah aceptó tomar el toro por las astas y postularse a la presidencia. Ideó y formalizó el Congreso por el Cambio Democrático, el frente mediante el cual se presentaría a la votación. Su rival era Ellen Johnson Sirleaf, economista criada educacionalmente en los Estados Unidos que traía consigo las ideas del liberalismo económico fértiles para aplicar a su plan de gobierno. Con su oratoria profesional devoró a Weah en un concepto: su inexperiencia política. Sirleaf había pasado su vida en salones de prestigiosas universidades norteamericanas mientras Weah se cansaba de hacer goles en el Viejo Continente. El visto bueno del Departamento de Estado de la tierra del Tío Sam y la promesa de gestión calculada que llevaba pudo más que la gloria que el ex futbolista prometía. 59% fue el número al que trepó Sirleaf, dejando a Weah con un 41% de porción electoral. Duro revés para la leyenda.
Curiosamente el talón de Aquiles de la campaña de GW pasó por un cuestionamiento colectivo de su falta de experiencia política y su nula formación en ámbitos educacionales. Los mayores dardos en torno a esta temática provinieron de su rival de cara a la presidencia, cuyo currículo desbordaba antecedentes en casas de conocimiento y trabajos en antiguas administraciones de Liberia décadas atrás. Ardió la fisura más corriente en el encuentro entre fútbol y política. Ambos campos parecen destinados a desencontrarse, a ser distracción y obligación, opuestos que conviven solo en escritorios de dirigentes y, en el caso Weah, retirados que apuestan a hacer algo con la fortuna personal cosechada mediante su talento. No existió duelo prolongado en el astro, ya que miró sin recelo a sus críticos y desenvolvió su estrategia, la de reformular su campaña, transitar la rutina liberiana para contagiarse de las necesidades populares y, puntualmente, dar un paso al costado, dejando de lado su aspiración presidencial para comandar al Congreso por el Cambio Democrático desde un liderazgo abstracto de cargos. Las elecciones del 2011 lo encontraron, finalmente, acercando a Winston Tubman, abogado y diplomático criado en cuarteles educacionales del Reino Unido, a la candidatura presidencial. Weah arribaría a los comicios como el candidato a la vicepresidencia.
Sin embargo, lo que era una campaña empeñada en limar asperezas del pasado, estalló frente al reclamo del propio Tubman de fraude por parte de la presidente Sirleaf, aspirante a la relección. La situación se tensionó hasta alcanzar protestas reprimidas por la policía, y el Congreso por el Cambio Democrático llamó al boicot, sin lograr conmover con sus reclamos a observadores de Naciones Unidas que testificaban los comicios. ¿El resultado? Desorden y confusión que desembocaría en un 90% de los votos yendo para Sirleaf y un misero 10% del lado de la fórmula Tubman-Weah. Rotundo fracaso que desenmascara la crudeza de la política, con GW siendo arrollado en su patria frente a una candidata que no hizo delirar a fanáticos del Viejo Continente con su fútbol pero manejaba a las masas y las matrices superficiales y profundas de la política con mayor efectividad que él.
La historia de Weah, sin embargo, tiene un final esperanzador para el ex futbolista. Porque mientras usted lee estas líneas, él realiza llamados, pacta reuniones y autoriza carteles que lo envuelven en una nueva candidatura. Buscará otra vez la presidencia en octubre, durante una elección que ya no tendrá entre sus componentes a la saliente Sirleaf, encarnada en aquel guardavalla al cual George jamás pudo hacerle un gol en su trayectoria, y que tiene al protagonista de este artículo como aspirante a, de una vez por todas, convertirse en el mandamás de Liberia y administrar una nación sofocada por los conflictos, la miseria y la inestabilidad en lo que, de cumplirse, será el mayor desafío de su vida.
En el génesis de este artículo, la idea era hablar de fútbol y política. La mesa pudo haber estado servida de una diversidad avasallante de tópicos: Fútbol Para Todos, Mauricio Macri y Boca Juniors, el estadio Juan Domingo Perón, los clubes que construyeron una política identificadora como Rayo Vallecano, las facciones barrabravas y su influencia en actos partidarios, Evo Morales jugándose un picadito oficial en Bolivia… Pero el caso Weah reúne características que, a menor o mayor, vemos reflejadas en la generalidad de casos que este post pudo haber especificado en forma mucho más técnica. La decisión de inclinarse a participar en una elección, el enfrentarse con su propia inexperiencia, la calamidad de un llamado a boicot, el desencuentro con su propia creación, la ajenidad en una tierra propia, la construcción de vínculos, los cambios, las pocas virtudes, los escabrosos defectos y la aspiración insaciable de poder. Hoy Weah malabarea con esos conceptos, envolviendo su rostro en unas gafas cuadradas y una liviana barba canosa. Dejó el uniforme futbolero por la alternancia entre anchas camisas blancas y prolijos trajes oscuros y suda como cuando corría con la redonda en sus pies, esta vez rectificando que no descansará hasta llevar a Liberia a un sitio mejor. Apela todo su esfuerzo en salvar al mundo. O al menos a su mundo. Es político, así que le creemos a medias. ¿Usted lo votaría?
JUGADORES NOVENTOSOS: GEORGE WEAH
- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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