América
Un gringo de acento extraño
Años ’80 en Majdanpek, un helado pueblo a orillas de monstruosas montañas de picos helados, en el corazón de Yugoslavia. Un pibito que concurre a la escuela primaria del lugar apura los deberes para calzarse unas zapatillas agujereadas y sucias, acompañadas de un par de medias gruesas tejidas a mano, para poder así sumergirse en un partido de fútbol al cual sus amigos lo invitaron. El estadio improvisado es un baldío con dos rocas duras y pesadas oficiando de arcos, con la característica de que el barro en la mitad de la cancha es esquivado por todos los players: la suciedad es enemiga al no haber agua caliente en exceso en los domicilios de los involucrados. El chico juega bien, tiene destreza, hace goles y deja desparramados a varios rivales. Dice que su performance sería aún mejor con el estómago lleno, ya que si bien eran ya las cuatro de la tarde, no había podido almorzar a causa de que el horno de su cocina no quiso funcionar. Para compensar, su mamá lo espera con torrijas, que es pan del día anterior pasado por leche y fritado con aceite, gastronomía que ilustra la pobreza latente en el territorio yugoslavo. Pero para el pibe, figura de aquel cotejo, aquel platillo es un banquete, y mientras devora la comida, observa con mirada de esperanza un recorte de un diario deportivo que le obsequió un amigo. En él aparecen Juanito Gómez, Santillana y un jovencísimo Emilio Butragueño. El Real Madrid era un universo perfecto, a años luz de la miseria que rodeaba la rutina del pibe.
Década y media más tarde, aquel jovencito está saliendo al Santiago Bernabéu, envuelto en un celestial uniforme blanco, listo para disputar un partido con su nuevo equipo. Su realidad se ha visto placenteramente modificada. Ya no hay mantas agujereadas que no logran combatir la helada nocturna, ni torrijas rellenando estómagos maltrechos, maltratados por la cocina limitada de un pueblo empobrecido. Pasado. Ahora puede darse cuantas duchas calientes quiera por día, bebe el mejor vino de Europa y su hogar contiene varios lujos que desconocía hasta entonces. Parece ser que aquí tenemos un final feliz.
¿Tenemos un final feliz? Porque si bien la hoja de ruta de esta historia pareciese obedecer la dinámica bendita de una confortable película taquillera –empezar con nada, terminar en la cima del mundo, éxtasis personal y sueño alcanzado-, los sucesos reales indican que el paraíso alcanzado tenía espinas en su corona. Así comienza la historia, la verdadera historia mejor dicho, de Dejan Petkovic, el chico al que nos referíamos en el principio de este escrito, y al cual dedicaremos estas próximas líneas.
Retomemos un segundo la imagen del pequeño Dejan observando sus recortes del Real Madrid mientras mordisqueaba las torrijas que su madre había preparado. En simultáneo, el fútbol mundial observaba sorprendido a un gigante dormido. Los ’80 fueron tiempos duros para el fútbol brasileño, sin obtener ninguna Copa del Mundo a lo largo de más de dos décadas (1970-1994) y padeciendo una sequía notable en el continente: Brasil ganó su tercera Copa América en 1949 y recién cuarenta años después alzaría la cuarta. La crisis que padeció la Selección Verdeamarelha mientras Petkovic era purrete implicó caídas futbolísticas, financieras e históricas, las cuales engendraron, por ejemplo, la situación de que la casaca del equipo nacional llegara a salir a la cancha con el sponsoreo de Coca Cola, en afán de recolectar algo de dinero que sanara las arcas. Insólito.
Para la década del ’90, Petkovic era un aguerrido volante ofensivo, figura en su equipo, el Estrella Roja. Para fines de 1995, nada más y nada menos que el Real Madrid posó sus ojos en él, fichándolo a sus jóvenes 22 años, buscando explotar su habilidad, buena pegada y vocación de creador de juego. Rubio, de estatura apenas pasando el metro setenta y con el mundo a sus pies, la miseria del inicio quedaba atrás con el buen Dejan arribando a suelo merengue. Envolvió su ser en la preciosa casaca blanca con cuello morado que poseía el RM en aquel entonces y, con la publicidad de Teka sonriendo en su estómago, posó ante las cámaras, testigos de su arribo a su anhelo más grande.
Pero el fútbol no es solo juego, sino también negocio. Se había invertido una buena ración de dinero en el yugoslavo y se esperaban prósperos resultados. Esto implicó que su llegada tomara algunos puntos desprolijos. Una parte de la directiva madridista insistía en cederlo a un equipo más pequeño –o simplemente descenderlo al filial- para que adquiera experiencia y estado. Otro sector pedía que se le hiciera un espacio en el primer equipo, ya que había que justificar la inversión en suelo propio más que reforzar plantillas ajenas. El hecho de que el desempeño de Petkovic fuera muy por debajo de lo esperado en el campo de juego hizo que ambas posibles decisiones encontraran un punto medio. Pasó en silencio por el Sevilla y el Racing de Santander, estando lejos de ganar algo de tiempo en cancha y mucho más de demostrar un nivel superlativo. Cuando regresó al Madrid, con ambos pasos a sus espaldas, la realidad era la opuesta a la de su arribo: no había lugar para él. 1997 implicaba para Petkovic la necesidad de reinventarse. Ya no era la joven promesa que hacía ilusionar a la afición blanca. Era un sujeto de ya 25 abriles sin equipo, algo fuera de ritmo y con el frío duro de los inviernos de su infancia punteándole la nuca.
Frío, opuesto de calor. El sentir tropical, el sol bronceando la piel, la lambada endulzando los oídos y la arena, testigo de nuestros pasos, que nos regala el recuerdo de nuestras huellas, las cuales desaparecen al ser bañadas por el mar en sus orillas. Ese era Brasil, nación que había cautivado a Petkovic en un viaje, y en la cual estaba la chance de jugar. Una maniobra arriesgada, implicaría un giro total en su existencia y era una dirección en contramano a lo mal llamado “normal”. Usualmente, los jugadores sudamericanos esperan brillar en sus ligas domésticas para luego ser abrazados por algún team europeo. Ahora, contra la corriente, Petkovic dejaba quizá el mejor de aquellos conjuntos del Viejo Continente para continuar su trayectoria en suelo brasileño. Su destino sería el Vitoria, lo cual implicaba que tampoco sería acobijado por un equipo de sumo peso futbolístico en aquella tierra. Sin embargo, los dados ya estaban en el aire, y el yugoslavo se encontraba volando rumbo al país carioca.
“O Gringo” fue el apodo que asumió apenas pisó la primera práctica de su equipo. El Real Madrid quedaba atrás, y tenía en sus manos la chance de empezar de cero. Podemos decir con firmeza que no la desaprovechó. Veinte años después de su arribo, hoy es un símbolo del fútbol local de Brasil, y fue múltiples veces galardonado como uno de los mejores jugadores extranjeros que hayan pisado un estadio en aquel lar. Exceptuando fugaces estadías en el fútbol italiano, chino y árabe, Petkovic engordó su carrera vistiendo míticas casacas: dos años en el Vitoria lo catapultaron luego al Flamengo, posteriormente a Vasco da Gama, Fluminense, Goiás, Santos y Atlético Mineiro. Portaba la 10, distribuía y creaba juego, y se reencontró con la habilidad punzante que había construido en su país natal. Adoptó el idioma hasta adecuarlo a la perfección a su habla y desplazó la totalidad de sus facetas de vida al Brasil. En cada escuadra por la cual pasó, dejó su huella, pero sería en el mencionado Vitoria y en el Flamengo donde más trazaría un amor incondicional con los torcedores. En este último, un gol suyo derivaría en la obtención del torneo local en 2001.
Amasó otros trofeos por su desempeño en el campo de juego, siempre condimentados con reconocimientos individuales. Su dinámica llevaría a una tendencia, ya que abrió paso a futbolistas de la ex Yugoslavia que se involucraron en el fútbol brasileño. Su contraste fue una bendición, porque la frialdad y el tecnicismo de sus tiempos en la Europa helada se complementaron con firmeza con la rapidez y el toque del fútbol brasileño. La gratitud no se extendió, sin embargo, hacia Serbia & Montenegro, hecho que se mantuvo aún una vez separada la primera. No jugó un solo partido con la nación surgida en 2006 de los restos yugoslavos, pero esto no implicó una lejanía en cuanto a popularidad en su tierra. En 2010 fue nombrado cónsul honorario en el Brasil. Su talento había anexado a dos naciones completamente opuestas.
Himnos de hinchadas que corean su obra, un propio documental titulado con su alias, agradecimientos diplomáticos y el corazón de una nación tan exigente en cuanto a fútbol como la brasileña rendido ante sus gambetas, pases e, incluso, goles olímpicos. En el Santiago Bernabéu apenas esbozan un recuerdo suyo como un mal viaje de los ’90. En suelo carioca, bendicen que haya elegido su país para continuar su carrera. Lo jugoso de esta historia, para los curiosos que la repasamos, es la elección que hizo Petkovic para con su vida. Tras arribar a su sueño y darse cuenta que no era lo que esperaba, observó sus opciones sobre la mesa y, sin conformarse con ellas, eligió patear el tablero, arrimarse a lo desconocido, ser precursor en algo que pocos habían probado aún. ¿Fue inteligencia, suerte, riesgo? Eso corre por cuenta de cada uno. Petkovic fue más allá y hoy obtiene las recompensas del éxito. Y nunca, pero nunca, volvió a sentir el frío torciéndole el cuerpo.
- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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