Historias
Una última bocanada de aire
«Aquella mañana, al clarear el día, no era como todas… El sol no tenía su mismo color de siempre, era como rojizo.
En el ambiente había algo extraño.
Difícil de explicar«
Salvador Escobar, locutor radial.
El de 1986 fue un Mundial entre los escombros. Y no se trata de una metáfora. A los pies de los jugadores que lucharon por el más bello de los trofeos, estaban los restos edilicios, el polvo mugriento, la destrucción y la suerte de las almas pertenecientes a un sinfín de historias truncas, que se toparon con un siniestro terremoto matutino de 8.1 grados inédito en la historia de México. En el sitio donde tuvo lugar «La Mano de Dios», el propio Diablo pareció haber inhalado hacia el submundo a cada porción del Distrito Federal.
Hay una enorme rama de historias que se entrecruzan una vez que, a las 7:19 del jueves 19 de septiembre de 1985, los muros se tornaron endebles y el piso parecía patinarse en sí mismo. Allí, el DF exhibió a sus edificios repiqueteando unos contra otros, sudando polvillo, envolviendo las calles en rupturas de ladrillo y yeso al caer, desplegando un caos impensable para quienes no caminamos lo que quedaba de aquel sitio cuando pasó el temblor.
El caso de las estructuras edilicias de bajo presupuesto que colapsaron con escasa resistencia, sepultando a sus vivientes y transeúntes, fue una moneda espeluznantemente repetida. Los últimos suspiros de los malogrados inquilinos pudieron haberse basado en el descubrimiento de esta ineludible realidad y en su posterior repartimiento de culpas, como bien lo inmortaliza el film 7:19, la hora del temblor. Recrudece la piel el saber que el desborde de fallecidos y la destrucción total de entidades sanitarias generó tal desesperación que una enorme cantidad de cuerpos a identificar fueron derivados al Parque Delta, un estadio de béisbol, en donde reposaron a la espera de que se reconociese a aquel que yacía sobre las arenas de la cancha. El paso de los días inclinó a las autoridades a la decisión más difícil, el envío a fosas comunes de aquellos cuerpos sin familiar o allegado alguno que proclamara identidad.
Lateral de estas situaciones son los nefastamente insólitos casos encontrados en un puñado de comisarías del sitio que habían sido devastadas por el siniestro. En ellas se encontraron los cuerpos sin vida de varios sujetos que se encontraban desaparecidos hacía tiempo en las entrañas del distrito. La reconstrucción de los hechos desnudaría una red de secuestros y torturas que la policía orquestaba a las sombras, delito interrumpido por la violencia de la naturaleza.
Hay, sin embargo, una historia que sorprende tanto por su carácter impredecible así como también por su abrupto fin. Y es la de los protagonistas de Batas, Piyamas y Pantuflas, un entrañable programa de la primera mañana de Radio Cañón. Ellos eran Sergio Rod y Gustavo Calderón, quienes en el génesis de aquella jornada se encontraban listos y dispuestos para arrancar algunas carcajadas tempraneras a los oyentes. Fue entonces cuando las paredes empezaron a crujir.
“¡Calma, calma!”, esbozó Rod. Una parte suya sabía que un temblor no era algo extraño en aquella área. Pero también comprendía que el piso del estudio se estaba balanceando bajo sus zapatos de una forma poco usual. Vio cómo las lámparas titilaban. Y entonces estiró una mirada a Calderón, quien intentaba mantener firmes las tazas de café sobre la mesa. Buscó algo que lo calmara, pero su compañero se hallaba tan nervioso como él. Luego su cielo se desplomó por completo. Oscuridad.
Rod y Calderón fallecieron al aire. En sus últimos segundos de vida intentaron aliviar la tensión de sus oyentes, hasta que vieron frente a sus narices la caída de la antena de trasmisión –desplomándose sin cuidado a través de la ventana del estudio-, quedando fuera de transmisión y, finalmente, atestiguando el recrudecimiento final del edificio que se derrumbó con ellos haciendo su matutino en él. Salvador Escobar, locutor que se encontraba en los pasillos de la emisora, fue el último sujeto que vio con vida al dúo de BPP. Él sobrevivió de manera milagrosa, sufriendo serias lesiones en las piernas, aunque lo más increíble sea la escena que describió una vez que asomó su cabeza por sobre los restos de lo que alguna vez había sido una emisora de radio: «Advertí algo que se removía en mi boca, y pensé para mis adentros: Dios Mío, tengo cercenada la lengua… Hasta aquí llegó mi carrera como locutor… Segundos después, en medio de aquella oscuridad, de aquel sobrecogedor silencio y un penetrante olor fétido, escupí eso que suponía era mi lengua, y cuál sería mi sorpresa que en realidad se trataba de un pedazo de panqué».
Comenzaron a sentirse alaridos desde los escombros. Escobar se aproximó a ayudar. La situación era caótica. Las súplicas de los atascados colisionaban en el aire espeso con los gritos de los invisibilizados por los gigantes de concreto rendidos en las aceras del D.F. Si Escobar había tenido la gracia de conservarse con vida y consciente, tendría que lidiar ahora con una escena digna del más cruel de los infiernos.
Las radios que continuaban en pie rápidamente mutaron en intermitentes noticiosos que anunciaban nombres de desaparecidos, identificaban víctimas y notificaban direcciones de puestos de asistencia médica. Los ilesos, despojados de sus rutinas, comenzaron a asistir a los afectados. El tamaño de lo impredecible era tal que cada paso era riesgoso, se desconocía la magnitud de la desgracia. El teléfono, entonces, sonó en Los Pinos, residencia del presidente de México en aquel entonces, Miguel de la Madrid. En la mitad de su sexenio como mandatario, el dirigente buscaba inmortalizarse en la historia de su país con la organización de un Mundial de Fútbol impecable y festivo, ocasión propicia para tapar ciertas miserias de su administración. Lo ocurrido en el Distrito Federal ponía patas arriba su plan.
El ambiente en el despacho de MDLM se cortaba con una tijera. Increíblemente, en la agenda de dicho político la necesidad de ayuda humanitaria urgente para los devastados por el terremoto corría una carrera en su mente con el ímpetu de mantener una imagen de un México organizado de cara al mundo exterior, atento a las acciones de la nación azteca, anfitriona de la máxima competición que el fútbol ofrece. De la Madrid entonces optó por minimizar las consecuencias de lo sucedido, recortó cualquier requerimiento de ayuda extranjera y podó hasta donde pudo los redireccionamientos de fondos alternativos –sostenimiento de la estructura mundialista entre ellos- para socorrer a los afectados.
Estas decisiones no hicieron más que profundizar las secuelas. Su gestión se vio desbordaba de manera abrumadora por los requerimientos de tan desastroso contexto. No solo la ayuda fue deficitaria, sino que el plan de rescate y evacuación priorizó el poner bajo la alfombra la miseria que había generado el terremoto, ordenando la casa para el arribo de los invitados extranjeros para la Copa del Mundo.
Podríamos hablar páginas y páginas del desorden que agigantó el desorden de prioridades del presidente, el cual le costó a su país un retraso y una condena a las ruinas de la mañana más triste. Sin embargo, hay una escena que sintetiza de manera magistral al espíritu del pueblo mexicano. Estamos en el día de inauguración de la Copa del Mundo de 1986, y en el Estadio Azteca, México recibe a Bélgica. Hacía menos de ocho meses que el terremoto había tomado lugar en aquel sitio. Y la gente no esquivaba al escándalo que envolvía a su máximo mandatario. Las paredes aún temblaban. Los corazones también.
El presidente se obligaba a creer en que este era su día soñado. La justificación para haber manipulado de tal forma la necesidad de humanidad. De la Madrid se posicionó para dar su discurso de cara al estreno del Mundial. Pero fue en vano. Una silbatina ahogó a sus palabras. Intentó maniobrar siquiera algún mensaje fugaz, pero fue en vano. El abucheo censuró al oscuro líder. La ceremonia continuó sin él. Debía sonar el himno nacional. Pero algo falló, y los parlantes se vieron imposibilitados de entonar las estrofas del mismo.
Con el seleccionado local en el campo de juego, los mexicanos presentes en el Azteca comprendieron que nuevamente dependía de ellos. Y comenzaron a entonar la canción de su país, con lágrimas asomando en sus ojos.
- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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