#Rusia2018xCR
Uno de los nuestros
El calor era agobiante en aquella habitación de paredes peladas y ventanas empañadas, que tornaban ilegible el afuera. Dokunmu llevó su televisor desde el living hasta su cuarto, atrayéndolo con una mesa de rueditas que viraba de un lado para el otro. Tomó una botella con agua y la vertió en su taza a medio lavar. Cortó un poco de pan y lo untó con salsa de tomate casera. Con su pequeño banquete listo, se dispuso a ver el partido. Si el lechero del pueblo aquella mañana le había dicho la verdad, la emisora de televisión nacional transmitiría el partido de Senegal. Dokunmu mordisqueó el pan, algo endurecido. Estiró sus extensas piernas en el sofá y, algo recostado, comenzó a dejar la mente en blanco. Relojeaba la accidentada pantalla, que viraba entre rostros polacos, muecas senegalesas y lluvia grisácea por la precariedad de la tecnología en Guinea. De repente pensó en toneladas de dinero, enviadas desde algún lujoso escritorio en Ginebra, descendiendo sobre su humilde hogar, húmedo y desecho, en las entrañas de África profunda.
Dokunmu en realidad se llama Dokunmu II. Su padre llevaba su mismo nombre. Meses atrás, su camioneta se había desbarrancado en un sendero de barro a las afueras de su pueblo, llevándose con ella su existencia. Así, a sus 25 años, Dokunmu II quedó huérfano. Sin estabilidad alguna en su vida ante tamaña pérdida, se refugió en el ostracismo de la selva, dedicándose a cazar presas potables para sus manos huesudas y su fuerza promedio. Durante la noche, asaba sus conquistas mirando las estrellas. Los retorcijones de estomago luego no le dejaban dormir. Tardó semanas en volver a su aldea, ducharse, peinarse y tomar el sitio que la muerte de su padre había dejado vacante. Él era encargado del Horoya AC, un equipo de fútbol cuyo estadio estaba a unos kilómetros de los pagos suyos. A Dokunmu II le mareaba el tráfico espeso y el aire viciado de la zona administrativa, sitio en donde existía desde hacía décadas el club. Su padre había sido electo presidente dos años atrás. Sin jerarquía por debajo de sus zapatos, su hijo era visualizado como heredero de la responsabilidad.
En su primer día, él tan solo se limitó a pedir un vaso con agua. A la jornada siguiente, pidió un filete. Hacía un mes que no tenía una comida digna. En el comedor de la institución, se encontró con los jugadores del plantel. Dokunmu II estaba algo ido. No le gustaba mucho el fútbol. Vio un rato el entrenamiento y se marchó. En el camino firmó un papel. Decía algo de la FIFA.
Una semana más tarde, sonó el teléfono en la oficina de Dokunmu. Estaba devorando un filete, el segundo del día, cuando su mano huesuda levantó el tubo y encontró mediante su oído a una voz de acento nórdico. Era alguien de esa FIFA. Dokunmu entendió muy poco lo que le decía. Hablaba de una convocatoria. Él se apuró a llamar con señas a su secretario, Prince, un sudanés que había emigrado de la guerra y se daba mucha maña con los asuntos burocráticos. Prince tomó el tubo e hizo anotaciones. Le dijo a Dokunmu que se reuniera con el portero del equipo. Algo había sucedido. Dokunmu II y Prince fueron al entrenamiento y pidieron hablar con el portero del Horoya. Un muchacho tan delgado como una rama reseca se aproximo al dúo. Tenía una pronunciación distinta. Era senegalés. Prince le dijo que estaba convocado. El muchacho comenzó a mutar el rostro. Saltó de alegría. Posteriormente se arrojó al piso, recobrado en barro, y lloró.
Dokunmu II se enteró por Prince que ahora debía acompañar al afortunado muchacho a la embajada de Senegal en Guinea. Una camioneta les hilvanó el trayecto, en donde el ahora trío no cruzó palabra. Cuando llegaron, un hombre alto y regordote de lentes gruesos abrazó al sujeto: “Felicitaciones Khadim”. Arquero y sujeto se hundieron en afecto. El embajador Gutierres era un fanático a ciegas del fútbol. En su oficina tenía fotografías de Neymar, Lionel Messi, Roger Milla y Diego Maradona. Ofreció café con panecitos de miel a sus invitados. Habló con mucha alegría.
Meses más tarde, Dokunmu II ve a Khadim Ndiaye, arquero de su equipo, realizar una parada fenomenal ante un habilidoso delantero rubio y fortachón. Dokunmu II sonríe. Mira una foto de su padre. Termina con su pan. No sabe mucho de economía, pero reconoce que el mundo que lo rodea padece serías carencias financieras. Se pregunta por dónde empezará cuando su timbre, chicharreante, suene. Y que un enviado de esa FIFA, sea lo que sea que es eso, le diga que debe firmar algo. Que lo haga, para que luego, en esos segundos de felicidad palpable en cada centímetro del cuerpo, este le entregue un jugoso cheque por 7000 euros, en compensación por los días en que Ndiaye deberá pasar en un lujoso complejo deportivo ruso, lejos de la humedad y las canchas de líneas enterradas que exhibe Horoya.
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- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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