América
Usuriaga, una leyenda viva
Las trenzas al viento, el andar desgarbado y las zancadas de esas piernas kilométricas, escapando de sus rivales con la pelota como si se tratase de un avestruz que observa cada vez más lejos el peligro. Albeiro Usuriaga dominaba su físico espigado como pocos, sus grandes habilidades futbolísticas no se veían atenuadas por su 1,92 metro de estatura. Por el contrario, era dueño de una técnica bastante depurada, y para nada estático; ocupaba todo el frente de ataque. Dejó una marca en Independiente en la década del noventa, fue uno de los jugadores más exóticos que actuó en suelo nacional, y poseía un carisma inigualable. Así como se ganó el cariño en la mitad roja de Avellaneda, donde aún lo recuerdan, en su barrio colombiano era uno más. Allá por 11 de febrero de 2004, fue asesinado a tiros por un sicario.
Su relación amorosa con la pareja del jefe de una banda, o haber sido testigo del asesinato a cinco hombres dentro de un taxi unos días antes, podrían haber sido los motivos del crimen. La investigación nunca arrojó datos certeros, aunque un día antes un llamado había alertado a la familia de lo que iba a suceder. El futbolista tenía 37 años y hacía tiempo que no jugaba profesionalmente, pero tenía todo acordado para viajar a Japón tres días luego, y así cumplir con la última etapa de su carrera dentro de las canchas. Se encontraba jugando al dominó y las cartas, mientras bebía algunas cervezas en la esquina de su casa, cuando un hombre se bajó de una moto con dos armas, una en cada mano, y lo mató de trece tiros. Jefferson Valdez, líder del grupo de sicariato llamado “La Negra” -o “Molina”, ya que su jefe era Jair Molina, ex mandamás policial-, fue el autor intelectual del hecho.
Allá por 1994, Usuriaga fue clave para el equipo de Miguel Ángel Brindisi, que le dio la bienvenida con los brazos abiertos. Tras solo cuatro partidos, el delantero se había ganado su lugar en el equipo titular. Convirtió goles clave, como el que hizo ante Ferro, cuyo arco era defendido por Germán Burgos, y fue pieza elemental del título del Clausura, con compañeros como Luis Islas, Raúl Cascini, Gustavo López, Perico Pérez, Diego Cagna y Daniel Garnero. Hasta cumplió su sueño inicial de ser tapa de El Gráfico. Tiempo después, el Rojo se consagró en la Supercopa Sudamericana, al vencer en la final al Boca de César Menotti. En instancias anteriores, había dejado a tres brasileños en el camino: Santos, Gremio y Cruzeiro. Albeiro era incontrolable en carrera, su pequeño enganche hacia adentro siempre desairaba a los rivales, y era un definidor excelso. No se limitaba a recibir el balón dentro del área, sino que salía a recibirlo a las bandas y desde allí comenzaba su cabalgata. Incluso, en aquel ‘94 formó parte del equipo ideal del continente.
Argentina lo recibió como un delantero que ya había marcado un hito en Colombia, en dos ciudades distintas, e incluso arrastraba un pequeño paso por el fútbol europeo. Nacido en un barrio oriental caleño llamado 12 de Octubre, tierra de calles angostas y empedradas, una mixtura de casas bajas revocadas o con ladrillos a la vista, y el sonido continuo de la salsa, debutó en América de Cali y, tiempo después, escribió historia en Atlético Nacional de Medellín. En 1989, el equipo verde paisa consiguió la primera Copa Libertadores para un equipo colombiano, y Usuriaga fue gran figura con compañeros como René Higuita, Andrés Escobar, Leonel Álvarez y John Jairo Tréllez. Hizo cuatro goles en la semifinal de vuelta, ante Danubio, para ganar 6-0, y en la final anotó para igualar la serie tras la derrota por dos goles de la ida con Olimpia. En los penales, anotó el suyo en una tanda que se hizo interminable, pero todo acabó en celebración. Medellín lo celebró y también el barrio del goleador, con una fiesta en la casa familiar a la que acudió hasta el alcalde.
A finales de la década del ochenta y principios de los noventa, la extrema violencia narco recrudeció en las calles colombianas, y siempre estuvo presente la sospecha de que Pablo Escobar, jefe del cartel de Medellín, movió cielo y tierra para que uno de los equipos de la ciudad se consagrara internacionalmente. De hecho, los árbitros argentinos Abel Gnecco, Juan Bava y Juan Carlos Loustau denunciaron que fueron amenazados de muerte tanto en la semifinal como en la serie definitiva. Los árbitros argentinos eran considerados entre los mejores del continente y, a raíz del caos que se vivía en Colombia, muchas veces eran llamados para hacerse cargo de partidos importantes de la liga cafetera. Mientras la violencia y los atentados se sucedían en las calles, la gente se ilusionaba y hallaba respiro en el Atanasio Girardot, el estadio en el que se cumplían las grandes epopeyas paisas.
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El Palomo, a quien apodaron así por su pinta con un traje íntegramente blanco, el que obtuvo por un canje tras ser figura en uno de sus primeros partidos, fue vendido al Málaga español tras la conquista de la Libertadores. La lejanía con su hogar y un clima frío y destemplado, totalmente alejado del tropical que estaba acostumbrado a vivir, lo hicieron regresar. Fue su única experiencia del otro lado del charco, y a posteriori llegó su gran etapa en el fútbol argentino. Era extravagante, usaba anillos, aros y grandes cadenas. Reemplazaba trenzas por rastas y poseía un carisma a prueba de balas. Cumplida su primera experiencia goleadora en el antiguo estadio de la Doble Visera, aquel con arcos cuya red caía hacia atrás, salió hacia el Santos o el Barcelona de Guayaquil, pero no se pudo adaptar y volvió al lugar donde se sentía querido. Ricardo Gareca lo recibió, aunque esta vez la experiencia no fue similar.
Su rendimiento no fue el mismo, si bien era un futbolista capaz de inventar una jugada en cuestión de segundos, y una sanción por doping cortó su andar en Independiente. A mediados de 1997, el control le dio positivo por consumo de cocaína y fue sancionado con dos años sin poder jugar. Acusó que no se trataba de un problema de adicción, sino que solo había probado la droga por un problema familiar. Fue el 21° caso desde que se reglamentó el examen en Argentina, allá por 1975. De cualquier manera, parecía que su estadía no se prolongaría mucho más en el club, y la sanción aceleró los pasos. Héctor Grondona, hermano de Julio, presidía el club y fue quien impulsó su regreso, aunque no tuvo escapatoria en ese momento. La noticia del positivo cayó como una bomba para un equipo que no atravesaba sus mejores días, tanto que Gareca abandonó su cargo. En declaraciones al diario Olé, Albeiro señalaba: “Ahora no sé qué será de mi vida”.
El colombiano se refugió en el 12 de Octubre, su barrio, y atravesó una depresión de la que salió con la ayuda de sus amigos y seres queridos. Su hogar era el sitio al que siempre regresaba, el lugar del que no podía permanecer lejos por mucho tiempo. De hecho, en los últimos meses habían sido continuas sus incorporaciones tardías al plantel de Independiente. Esa región de Cali lo adoraba, dado que el Palomo ayudaba a los vecinos a pagar impuestos, se hacía cargo de los gastos de estudio de varios jóvenes y, cuando llegaban las fiestas, donaba dinero a diversas familias para que no existieran carencias al momento de celebrar. Por lo general, se lo veía rodeado de chicos, a los que ayudaba. Fue siempre un modelo a seguir para los jóvenes vallecaucanos.
Producto de la gran imagen que había dejado en su paso por Argentina, volvió y dejó su sello en otros clubes, así sea en categorías menores. Con el pelo más corto y teñido de rubio, jugó y ascendió con la camiseta del club cordobés General Paz Juniors, y actuó también en All Boys a comienzos del presente siglo. Unos años más tarde, se terminó su carrera en el Carabobo venezolano, cuando aún no imaginaba que le llegaría la oferta japonesa años después. La calidez del barrio volvía a ser su refugio, el lugar donde jugaba en canchas de cemento mientras todos resguardaban su físico. Su llegada a un lugar se podía comprobar a las dos cuadras, por el sonido amplificado de los parlantes de su auto. Ese sitio había sido, también, el que lo tuvo como protagonista de dos hechos policiales tiempo antes: en una ocasión fue demorado por conducir una moto robada, y en otra agredió a fuerzas de seguridad.
Jugando para su país, convirtió uno de los goles más importantes para la selección colombiana, el que le permitió acceder a la Copa del Mundo de Italia 1990. Aconteció en la serie repechaje ante Israel, en el estadio El Campín, de Bogotá. Combinó con un compañero en el ingreso al área y definió ante la salida del arquero; así, los cafeteros clasificaron a su segundo Mundial y regresaron a la gran cita después de 28 años. El entrenador en ese entonces era Francisco Maturana, quien le tenía una alta estima, aunque no lo convocó para viajar a lares italianos. Desde el cuerpo técnico alegaron una baja en su rendimiento, aunque también se dijo que escapó de la concentración para ir a jugar a las bolitas con sus amigos. El conjunto cafetero tenía otras figuras en ese momento, como Carlos Valderrama, Freddy Rincón o Arnoldo Iguarán.
A mediados de febrero del 2004, la banda criminal le quitó la vida pero su recuerdo permanece vivo, tanto en Colombia como en Argentina. A fines de 2019, fue editado un documental llamado “La Jaula del Palomo”, que puede verse por YouTube, en el que sus amigos cuentan la afición que tenía por el básquet y cómo se definió por el fútbol al ser hallado por un gran ojeador. Su hermana, quien fue homenajeada cuando visitó hace pocos meses el estadio Libertadores de América, expresa en el film que su madre lo buscó durante mucho tiempo. A ella le parecía verlo desde el balcón y gritaba “Albeiro, entrese ya a la casa”. La familia, incluso su hija, llamada Lady Daiana al nacer días después del fallecimiento de la princesa de Gales, optó por convencerse de que el hombre se fue de viaje muy lejos. En la casa, descansa una figura realizada en yeso de Usuriaga, con su pelo característico de los ‘90.
“Fue un grande verdaderamente, porque lo confirmó a nivel internacional. Con él ganamos la Supercopa al Boca de Menotti, que tenía un equipazo, y el Palomo era nuestra carta de triunfo. Para ese plantel, fue la incorporación más importante que tuvimos. Su magia era la impronta que tenía en velocidad, y una explosión que marcaba diferencia”, argumenta Brindisi, su primer DT en el fútbol argentino, en el mismo video. La banda de sicarios que lo asesinó, acusada de más de un centenar de crímenes (entre ellas, a un pariente de los Rodríguez Orejuela, jefes del cartel de Bogotá), desapariciones forzadas y torturas, solo agigantó su leyenda. Fue despedido como si se tratase de una jornada festiva, con música y parlantes al máximo. Un día después de su muerte, el Independiente de José Pastoriza debutó en la Copa, y el estadio atronó al grito de Palomo con banderas de despedida. Algo similar podría ocurrir hoy, en recuerdo a un delantero que fue un hito por condiciones futbolísticas y su caminar despreocupado.
- AUTOR
- Nicolás Galliari
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