Historias
Vulnerables, presionados, paranoicos
En la cultura futbolística de España, transita un proyecto que envuelve una producción notable, un material histórico fresco y un ambiente que puede generar en el espectador tanto placer como escalofríos. El Informe Robinson, comandado por el multifacético Michael Robinson, es una ópera prima de sucesos. Un día podemos encontrar una radiografía exhaustiva de la España campeona del mundo, y al siguiente episodio toparnos con un análisis preciso del crecimiento como entrenador de Diego Simeone.
Pero uno de los episodios que trepa hacia lo más profundo de las sensaciones generadas es el que tuvo como protagonista a Luis Arconada, exponente en los años ’80 de una marca registrada en la clasificación de los guardavallas europeos: sobriedad, resistencia física, persistencia en el equipo titular, de carácter imperturbable, ajeno a las salidas de su área con la pelota al ras, pero orquestador supremo de todo movimiento naciente en su territorio. Cabello azabache y piel blancuza, casi arribando al metro ochenta, tatuada en su rostro una mirada que se torna un punto en común a la hora de observar a un arquero. Sus ojos están casi escondidos bajo sus cejas, conformando un par algo oscurecidos, más bien grisáceos, cansados, tímidos y, sin embargo, resistentes. Es la mirada del oficio más difícil del mundo, en donde el error no es indicio de polémica, sino condena.
En el clip, se muestra un Arconada ya envejecido, compartiendo junto al presentador sus increíbles voladas pertenecientes a la Eurocopa de 1984. España había arribado a ella de manera milagrosa, al vencer en última instancia a Malta por un contundente 12-1, en un match que requería que marcasen una diferencia de once goles para superar, en diferencia de tantos, a Holanda, puntera del grupo. Ver el transitar de los ibéricos en la competición es caer rendido ante las monumentales actuaciones de Arconada. Desde el génesis en la fase de grupos hasta el ingreso en la final, el guardavalla contuvo remates de alemanes, portugueses, rumanos y daneses. Atajadas dobles, paradas en el aire, despliegue con manos y con piernas y unos reflejos pocas veces vistos. “Había que jugársela. No había tiempo a pensar mucho. La tensión era tremenda. Siguen y siguen atacando.” desliza con la voz entrequebrada. Era el alma de un equipo que depositaba en él una seguridad inmensa, hija de su frialdad calculadora y su rapidez motivadora cada vez que desviaba una bola imposible al córner. Porque el arquero nunca tiene tiempo de festejar, de replantear, de deducir. La acción se aplaude tibiamente pero él tiene que posicionarse bajo el parante, sin distracción alguna, esperando al tiro de esquina frente a la obligación de revalidar su status de impenetrable. En un segundo, puede continuar en la gloria, o caer en la desgracia pantanosa del murmullo.
Continúa el show. Arconada ingiere cada bocada de recuerdos que observa desde un sillón en un living lúgubre pero lujoso. Está de traje, con las canas peinando su cabello y sus ojos aún más caídos y arrugados. Quiere mirar. Y no quiere mirar. Porque la conclusión de aquella historia lo arrastra a un suceso con aroma a pesadilla. A un último episodio de una serie que tenía todo para terminar estrellando sus labios en el trofeo, pero se diseminó en la mala fortuna. El video, con manchas visuales del formato VHS, ahora desmiembra el inicio de la final. España por un lado, Francia por el otro. La consagración o la medalla de plata es el lema. Los ojos de Arconada, en el presente y observando, titubean, palabra prohibida en el diccionario de los metas. La sensación que se respira en el aire es la de estar acercándose al momento del giro abrupto de la historia. Él, conmovido, dispara una frase clave: “Nunca había vuelto a ver estás imágenes”.
Corrían los primeros minutos del segundo tiempo. Empate en cero. Los franceses ganan un tiro libre a escasos metros de la portería. Michel Platini dispara suavemente rumbo al palo de Arconada. El portero se arroja con sus rodillas al césped e intenta embolsar la bocha. Pero esta se cuela por bajo de sus brazos y es accidentalmente propulsada por su cuerpo caído. Esboza un trayecto leve que basta para que cruce la línea de gol. Su rostro al ver la accidentada jugada se ensancha y entristece. Silencio. “No te da tiempo a reaccionar. No sabes cómo expresarlo. Después de haber estado ante un candidato, con todo saliendo bien, nominado como mejor portero, y que te salga esa jugada. Es una bajada. Tú estás en la tensión en el momento del partido, y luego viene la cruda realidad. Esto realmente ha pasado. Y ahora te toca a ti solo afrontar la situación”.
Solo. Esa es la palabra que balbucea el puesto de arquero cuando el sujeto se calza los guantes, un buzo diferencial al resto de sus compañeros y se exilia en un rincón del campo de juego lejano al resto de sus pares. En la familia de los futbolistas, el guardavalla es el hijo único, criado bajo la presión punzante de no permitirse descuido alguno. Si el delantero estrella un disparo en el travesaño, puede ser vitoreado y motivado por la grada para que el próximo tiro ingrese. Es algo cálido, y tendrá probablemente chances de remediarse minutos más tarde. Un error del arquero es un tanto menos. Una vulnerabilidad, un paso detrás en el desarrollo del cotejo. Salvo situaciones puntuales, una atajada nunca es festejada como un gol. Los elogios son breves, porque al segundo otra ofensiva puede burlar su resistencia. Es un sistema tremendamente cruel, donde las pifias son tatuajes y las segundas oportunidades escasas. La personalidad se endurece y muchas veces los mecanismos de defensa que un arquero improvisa para sobrellevar la prohibición de deslices es percibida como excentricidades. Yo diría más bien que son armaduras, mejores o peores, que tejen para convecer(se) que ni mil balones al mismo tiempo pueden perturbar su seguridad.
“El puesto de portero es para lo bueno y para lo malo. No está bien que se me recuerde solo por esa jugada. Pero, ¿qué voy a hacer, más que asumirlo?”. Arconada se estira en el sillón e indulta con sus propias palabras a aquel arquero que supo ser.
Cuando comencé a escribir este humilde posteo, bajo la premisa de hablar de la evolución y simbolismos del puesto de arquero, debí abandonar, desde el inicio, el exponer como eje central el material más técnico de este factor. En un principio, entonces, podemos partir de que el hombre bajo los tres palos pelea por un puesto único. Tan solo uno podrá ser el titular, sabiéndose en simultáneo que la suplencia, en este caso, puede significar largos meses sentado en el banco de los relevos. En efecto, arribar, mantenerse y consagrarse, conlleva una dificultad diferente a la de un mediocampista, por ejemplo. El túnel por el cual se ingresa es más pequeño. Las chances no son moneda corriente.
Popularmente se dice que cuando somos pequeños, en el papi fútbol, todos reniegan de ir al arco. Se banaliza a la posición con frases como “Gordo al arco”, “Ataja el más boludo” o la clásica “¿Y qué querés, si es arquero?”. En un deporte donde la cara representativa es un sujeto gritando con furia un gol, a él le toca evitarlos. Si su equipo anota, él tendrá que levantar los brazos en solitario. No existe el festejo, la celebración, la pausa para el abrazo. Psicológicamente es destructivo, y como repasaba anteriormente, puede recurrirse en un egocentrismo suave, marcado por un afecto propio exagerado, o en una frialdad suprema, rostro inmóvil ante los sucesos. El arquero arma su propia marca registrada, que crece, o se destruye, según sus participaciones. No hay punto intermedio. El vacío espantoso que corre por sus venas tras un gol también es una especie de lejanía, de fallecimiento de expectativa, alta o baja. Entraron a su hogar y vulneraron su propio sistema, frente a la multitud. El fútbol sin goles es impensado, pero estos sujetos deben pensar que sí existe.
Podemos posarnos sobre otro arquero español para comprender el rutinario canibalismo que sujeta a esta posición. Y este es mucho más cercano a nuestros días. A Víctor Valdés le llevó casi una década ganar definitivamente la confianza de sus superiores en la exigente valla del Fútbol Club Barcelona. La anécdota que da el puntapié a este caso es un mundo en sí misma. De pequeño, Valdés se deprimía cada vez que jugaba con las categorías menores de la escuadra. Llegaba el día del partido y él juraba y perjuraba que no quería atajar, que la presión lo asfixiaba, que estaba cansado de que un error suyo significara el desmoronamiento del trabajo de sus compañeros. Después de tomarse un tiempo alejado de las canchas, e intentar retomar el fútbol tornándose nuevamente un habitué en La Masía, la crisis pisó de manera feroz a sus tempranos 18 años. El periodista Andrés Gómez Franco, quien siguió este caso, es categórico: “Llegó a plantearse que su vida no tenía sentido”. Visitas constantes al psicólogo, sostenidas con un fuerte apoyo familiar, fueron el sendero que le permitió a Valdés ordenar su mente y convertirse en un sereno portero.
Pero el miedo, como en las historias que no nos dejan dormir por las noches, resultó una especie de presagio. Estaba en el auge de su carrera cuando una desafortunada parada le provocó una rotura del ligamento cruzado de una de sus rodillas. Corrían los inicios del 2014, Barcelona aspiraba a hacerse con la liga española, y la tutela de Gerardo Martino se veía debilitada por la pérdida de su golero titular, el cual venía exhibiendo un notable nivel. La poca fortuna no correspondía solo al daño físico: Valdés se encontraba a punto de dejar el equipo tras la culminación de su contrato. La recuperación llevaría meses, por lo que la búsqueda de un nuevo horizonte se vería obstaculizada por dicho proceso. Quedó fuera del juego, de forma casi definitiva. Los elogios y la fama se apagaron abruptamente, viéndose obligado a refundar su cabeza. Calentó la banquilla del Manchester United sin suerte alguna y luego emigró al modesto Standard de Lieja belga.
En la batalla rutinaria, existimos reconociendo que pertenecemos al clan humano, habitué del descarte sin piedad de los innecesarios. Este modus operandi se acentúa en el arco. Como mencioné, no existe lugar para dos personas. Uno solo será quien se posicione bajo en el cuadrante. Uno solo, que no puede equivocarse, que no puede demostrar debilidad alguna. Sin importar cuántas atajadas heroicas escribas en un partido, un defecto en el último minuto puede ahogar cualquier hito. Disfrutar durante los 90 minutos es imposible. ¿O acaso alguno conoce a algún arquero feliz?
La matriz formal del juego ha tendido a incrementar la presión para el arquero. En 1992 se formalizó que no pudiera tomar la pelota con las manos si el pase era direccionado por un compañero de equipo con los pies. El objetivo era disminuir las pérdidas de tiempo que esta acción podía propiciar. Amén de los exponentes de lo contrario, el guardavalla suele ser quien menos habilidad tiene con la redonda en sus pies. Esto conllevó un énfasis en las cualidades que un portero debe poseer con la pelota al suelo, reformando en un nivel considerable las características del puesto. Lo que fue una bendición para algunos, fue una dificultad a superar para otros. Ambos son míticos guardavallas, pero no es lo mismo René Higuita con el esférico al piso que, por ejemplo, Marcelo Barovero. Esto se complementa con el límite de tiempo en que puede retener la pelota en sus manos, desprendiendo otro motivo para afirmar la prohibición fulminante de titubeos.
De nuevo nos hacemos con otro cuartel de refugio para los guardametas. El juego desde el arco, o mismo la ejecución de pelotas paradas: accesorios en los cuales el arquero estira su limitada (y al mismo tiempo infinita) función dentro de una cancha. Adorna la frialdad de que debe disparar con precisión sabiendo que puede ser ejecutado en cualquier momento. Que en sus manos está la derrota a evitar, pero que su aporte en la victoria no será más que un bloque compuesto por sus demás pares. Toman forma los buzos coloridos, el buscar una numeración alternativa al “1” y el cruzar los brazos cual escudo protector en la foto de un equipo. Aporta el patentar un grito de guerra tras una atajada de nivel, despertando, alentando o motivando a sus compañeros por la bocha que buscó invalidar su fortaleza. Si el delantero es bendecido por el grito de gol, el arquero se resguarda en su voz afónica pidiendo certeza a su defensa. No festeja, ordena. La única forma que conoce de descomprimir la tensión es comprimiéndola un poco más, como fiel hijo del rigor.
No es mi intención monopolizar las extrañezas de un futbolista en el puesto de guardameta. Pero es menester reconocer las máscaras que puede adoptar uno de ellos para sostener su propia carrera. Suena cruel, pero es real que no basta con ser un buen arquero, sino con pertenecer al gusto del entrenador, tener resistencia física y posesión total de la titularidad. En el puesto solo cabe uno y la suplencia es algo similar al destierro. Observar fecha tras fecha noventa minutos desde el banco de relevos, sabiendo que algo particular, cual lesión o expulsión, debiera suceder para que se dé el ingreso. Allí aparecen las actitudes a exhibir, si es que podemos llamarlas así. Las locuras de Gastón Sessa, la labia agresiva de Agustín Orión, las declaraciones provocadoras de Diego Rodríguez, el amague al atacante de Juan Pablo Carrizo ó los buzos de Carlos Navarro Montoya. De no optar por este trayecto, el mejor lugar para reposar será la sobriedad. Dureza facial y mirada estricta. Sin chances para el despeje mental.
“Siguen y siguen atacando” repite Arconada. Y sus ojos entrecerrados transpiran las vivencias del oficio más difícil del mundo.
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- AUTOR
- Esteban Chiacchio
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