América
Willington Ortiz, el crack que madrugó
Varios son los elementos ajenos al fútbol que atañen a las crónicas dispuestas en estas páginas virtuales y que están a merced de los lectores. Por alguna razón u otra, siempre, o casi siempre, encontramos factores externos a los que se rigen por los límites de las reglas del juego en sí, pero que de algún modo influyen en el mismo. Hoy no será la excepción y el condimento extra explicaría las vivencias de uno de los personajes más sobresalientes de esta materia, en América del Sur.
¿Por qué dormimos? La respuesta a esta banal y vaga pregunta parecería evidente. El desgaste, agotamiento, el pesar de una mochila que sucumbe sobre nuestros hombros después de jornadas laborales o estudiantiles nos invitan a una sesión de relajación en nuestro dormitorio, en una cama, en un sillón, en donde pareciera que el enchufe que nos conecta con el mundo tangible se desconecta por unos instantes y el único puente tejido entre lo real y el inconsciente es el que surge mediante el tacto del cuerpo con las sábanas.
En consecuencia, ¿por qué soñamos? Presenciamos un estado activo en el cual ocurren cambios en las funciones corporales, hormonales, y en donde cada una de las etapas, como la somnolencia por ejemplo, cumplen una función de vital importancia para poder conciliarlo y cumplir con su ciclo. Algunos, los que saben, dirán que los sueños son representaciones provenientes del inconsciente que se reproducen a modo de película en nuestra mente. Deseos aún no alcanzados, pero que siguen vigentes en nuestra memoria y, seguramente, al personaje de hoy estas definiciones no le escapen.
¿Quién no soñó con ser futbolista? Algunos, muchos o pocos, de purretes mantuvimos el ideal de algún día triunfar de manera profesional dentro de ese rectángulo verde con posible destino a la gloria, más allá de conocer a la perfección nuestras debilidades y fortalezas en el campo. Para Willington Ortiz la regla no escapa a sus experiencias y, con el paso del tiempo, llegaría a convertirse en uno de los futbolistas que materializaría su ambición y sería reconocido por todo un pueblo.
De natalicio un 26 de marzo de 1952, en Tumaco, Colombia, Ortiz desarrolló sus habilidades junto al balón desde muy pequeño, disputando los famosos picados en la calle, antes de mudarse a una metrópoli en pos de perseguir su destino. Tal como se define, él era “el que llevaba la pelota. Era el ‘10’. Es que siempre jugué con los más grandecitos y siempre aguanté un poquito más con los grandes”.
A la temprana edad de 14 años, llegó a la cancha de San Judas, iniciándose en un club llamado Junior, luego de pasar por momentos en donde vecinos le cortaban la pelota con el cuchillo cuando esta caía en patios ajenos. Pero no se quedaba atrás. Intrépido, atrevido y descarado, respondía apedreando las propiedades linderas a su escuela en busca de venganza.
Luego de algunos intentos de poder sumarse a las filas de un equipo profesional como el América de Cali o el Juventud Girardot, que lo rechazaron por su estatura, jugó sus últimas fichas en una ruleta que podía disparar cualquier resultado. En 1970, un cuadrangular que reunió a los dos elencos anteriormente mencionados, más Millonarios y la selección de Tumaco, lo catapultó al mundo de la redonda. “Yo sabía que esa era mi última oportunidad de volverme jugador de fútbol. Y sí, jugué todo lo que pude. Y don Jaime Arroyave, de Millos, me pidió a mí y a Eladio Vásquez que nos fuéramos para Bogotá”.
Ya en la gran metrópoli, asombrado por las estructuras envolventes de la capital, y por los dichos de Gabriel Ochoa Uribe, quien llegó a compararlo con Garrincha, vio su debut como profesional el 20 de enero de 1971, frente a Internacional de Porto Alegre, en donde marcó un gol. Ya no soltó la titularidad.
Los años transcurrían, los títulos empezarían a llegar y las citaciones al seleccionado mayor no tardarían en venir. Para 1972, alzaría su primer torneo de Primera División, en una delantera que lo incluyó junto a Alejandro Brand y Jaime Morón, sus amigos de la vida. El combinado cafetero lo eligió para la gira con destino a los Juegos Olímpicos de Múnich y, pese a que el resultado no fue el esperado, la experiencia valió, sobre todo para un plantel verdaderamente conformado por hombres que tenían menos de 21 años.
La Copa América de 1975 abría sus puertas para todos. Sin sede fija, los cotejos eran a razón de ida y vuelta en cada territorio. Por primera vez, participaron las diez entidades que conforman la Conmebol, divididas en tres grupos de tres, clasificando el primero de cada uno a semifinales junto al vigente campeón Uruguay. Colombia, mandataria en el Grupo C, dejó en el camino a Ecuador y Paraguay, antes de enfrentarse con los hombres de “la banda oriental” en semis. Fue tres a cero de local, derrota por uno en la visita y clasificación a la finalísima, en donde Perú esperaba agazapado. Una victoria para cada quien llevó a una definición en terreno neutral. Venezuela fue elegida y Caracas vio cómo Perú abrazaba la presea por segunda vez, mientras del otro lado la desazón inundaba al “Tri”.
De vuelta a la liga local, un nuevo campeonato llegó en 1978. El apodo del “viejo Willy” ya pasaba a ser clásico, el mote de referente nacional era más habitual y otra vuelta olímpica lo envolvía en algarabía. Sin dudas, la década del ’70 fue en donde mejor desplegó su nivel, tal como él se define: “En esa época yo era muy hábil. En El ‘Campín’, cogía la pelota desde nuestra área y driblaba gente hasta el área contraria. Y tiraba centros y la gente se paraba. Eso era impresionante”.
La década del ’80 abriría sus puertas con un cambio de equipo. Deportivo Cali compraría su pase en 13 millones de pesos. Si bien su paso fue corto, de apenas dos años, y sin gritos de campeón de por medio, se dio el lujo de inventar uno de los goles más fantásticos en la historia de la Copa Libertadores, frente a River Plate: “Recojo la bola en la mitad del campo, encaro los rivales, dejo atrás a los defensas y en velocidad le gano al último. Cuando sale el arquero, lo que hago es driblarlo para el lado izquierdo y lo boto al suelo. Y cuando venía Tarantini, yo empujo la pelota antes que él y hago un gol que, si lo hiciera ahora, con toda la publicidad que hay, le daría la vuelta al mundo. Sería el gol del año”.
Sin embargo, para 1983 el América de la misma ciudad pasaría a contar con sus servicios, convirtiéndose, al menos por un rato, en una especie de ‘Judas’, por 40 millones de pesos. Era un equipo de ensueño. Julio Cesar Falcioni, Roberto Cabañas, Ricardo Gareca, Juan Manuel Bataglia, César Cueto y Antony De Ávila eran algunos de los nombres más importantes que aparecían en esas filas y que llegaron a conquistar cuatro ligas de manera consecutiva, entre 1983 y 1986, y tres subcampeonatos de Copa Libertadores, en forma correlativa del 1985 a 1987, siendo el último con el que más chances vio él para reinar en América.
En 1989 colgó los botines y dijo basta. “Estoy cansado”, fueron sus palabras con pocos ánimos de trasfondo que rebotaron ante los micrófonos de la prensa. El desgaste propio de una carrera llena de éxitos llegaba a su fin. Pero, ¿por qué el ‘madrugador’ como mote que impusimos para él? Para Ortiz, por azar y porque así lo quisieron las cosas, el destino le preparó que su amanecer al lado del esférico sea un poco antes de lo que aconteció en la década del ’90 con, hasta ahora, la mejor generación de fútbol de Colombia, convirtiéndose en precursor, en adelanto, en una pista, una muestra del talento que venía proveniente de la tierra del café.
Su “jet-lag” lo dejó en las puertas de la cita máxima a desarrollarse en Italia en 1990 y, pese a que Francisco Maturana quería contar con sus servicios, se resignó y vio cómo sus compañeros quedaron derrotados en octavos de final ante Camerún. “Si Willington Ortiz hubiera jugado el mundial del ‘90, hubiera sido el Rey del Fútbol”, deslizó en alguna oportunidad Efraín Sánchez, ex arquero colombiano, mientras todos nos quedamos con la impotencia y el deseo de haberlo visto unos años más adelante.
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- AUTOR
- Julián Barral
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